Quaestio facti. Revista Internacional sobre Razonamiento Probatorio
Quaestio facti. International Journal on Evidential Legal Reasoning

Sección: Ensayos
2024 l 6 pp. 169-197
Madrid, 2024
DOI: 10.33115/udg_bib/qf.i6.22975
Marcial Pons Ediciones Jurídicas y Sociales
© Gabriel Doménech Pascual
ISSN: 2604-6202
Recibido: 06/11/2023 | Aceptado: 12/01/2023 | Publicado online: 31/01/2024
Editado bajo licencia Reconocimiento 4.0 Internacional de Creative Commons

El Análisis económico del derecho probatorio (con especial referencia al ámbito administrativo)*

Gabriel Doménech Pascual

Catedrático de Derecho Administrativo
Universitat de València

RESUMEN: El presente artículo pone de manifiesto e ilustra con varios ejemplos la utilidad que el análisis económico puede tener para clarificar, comprender mejor y evaluar las normas que integran el derecho probatorio y, en particular, las relativas a la carga y los estándares de prueba utilizados en distintas parcelas del ordenamiento jurídico. El artículo dedica una atención especial al análisis de los estándares probatorios aplicables en el derecho administrativo y a su relación con el problema del grado de deferencia que los tribunales muestran al revisar las decisiones administrativas o, dicho con otras palabras, el problema del margen de apreciación o discrecionalidad que las administraciones públicas tienen para decidir.

PALABRAS CLAVE: análisis económico del derecho, carga de la prueba, estándares de prueba, procedimiento administrativo, control judicial de la discrecionalidad administrativa, derecho administrativo.

Law and economics of burdens and standards of proof

ABSTRACT: This paper shows and illustrates with several examples how law and economics can contribute to clarify, better understand, and assess some important rules of evidence law and in particular those relating to the burden and standards of proof used in different areas of the legal system. The article devotes special attention to the analysis of evidentiary standards in administrative law and their relation to the problem of deference that courts show when reviewing administrative decisions or, in other words, the margin of appreciation or discretion that administrative authorities have when making these decisions.

KEYWORDS: law and economics, burdens of proof, standards of proof, administrative procedure, judicial review, administrative discretion.

SUMARIO: 1. INTRODUCCIÓN.— 2. EL ANÁLISIS ECONÓMICO DEL DERECHO: 2.1. Concepto y presupuestos. 2.2. Tipos y utilidad.— 3. CONSECUENCIAS DE LAS NORMAS JURÍDICAS RELATIVAS A LA PRUEBA.— 4. MODELOS ECONÓMICOS DEL DERECHO PROBATORIO: 4.1. Qué son y para qué sirven los modelos económicos. 4.2. Modelos basados en la teoría de la decisión. 4.3. Modelos estratégicos (basados en la teoría de juegos): 4.3.1. Modelos en los que la información es una variable exógena. 4.3.2. Modelos en los que la evidencia probatoria es una variable endógena.— 5. ANÁLISIS ECONÓMICO DE LAS REGLAS PROBATORIAS EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO: 5.1. Reglas de prueba en el procedimiento administrativo y en el proceso contencioso-administrativo. 5.2. Estándares de prueba, discrecionalidad administrativa y deferencia judicial. 5.3. Un modelo básico de los estándares de prueba en la revisión judicial de las decisiones administrativas. 5.4. Algunas implicaciones de los modelos expuestos. 5.5. Otros modelos.— BIBLIOGRAFÍA.

1. Introducción

El derecho probatorio constituye un reto y una oportunidad para el análisis económico (en sentido similar, Talley [2013, p. 307]). Se trata de un reto en la medida en que esta es una materia cuyas reglas y categorías jurídicas nucleares están lejos de haber sido definidas y aplicadas, tanto en la teoría como en la práctica, con la precisión, la consistencia y la claridad deseables. Sirvan a título ilustrativo las controversias recientemente suscitadas en torno al significado, la configuración, la relevancia y la utilidad de la carga y los estándares de prueba (v. gr., Nieva Fenoll [2020; 2023]; Ferrer Beltrán [2021]; Dei Vecchi [2022]). Esto dificulta considerablemente la tarea de teorizar dichas categorías y reglas, máxime cuando el análisis se hace «desde fuera», desde la ciencia económica y por académicos cuyo contacto con la práctica jurídica no suele ser muy estrecho.

Pero también ofrece una gran oportunidad, en tanto en cuanto el análisis económico puede contribuir significativamente a explicar y aclarar aspectos relevantes del derecho probatorio. La economía proporciona ideas, conocimientos y herramientas metodológicas útiles para teorizar y comprender mejor esta rama del ordenamiento jurídico y, a la postre, para facilitar su manejo y contribuir a su desarrollo, perfeccionamiento y correcta aplicación. Según veremos más adelante, el análisis económico puede servir especialmente para determinar los efectos prácticos probables —y, en particular, los costes y los beneficios— de las distintas reglas probatorias, evaluarlas a la luz de los referidos efectos y clarificarlas conceptualmente.

El presente trabajo se estructura de la siguiente manera. En el próximo capítulo se define qué es el análisis económico del derecho (en adelante, AED), se explican sus presupuestos metodológicos, algunos de sus tipos y su utilidad para la teoría y la aplicación del derecho en general. A continuación, se estudian las consecuencias prácticas más relevantes que pueden tener las normas jurídicas relativas a la prueba. En el capítulo siguiente se ilustra con varios ejemplos cómo los modelos económicos permiten comprender mejor y justificar reglas probatorias especialmente importantes. Finalmente, se analizan desde una perspectiva económica varias reglas probatorias aplicables en el derecho administrativo.

2. El análisis económico del Derecho

2.1. Concepto y presupuestos

La economía es la ciencia que estudia la gestión de la escasez, la adopción de decisiones en situaciones en las que los recursos disponibles para atender distintos fines tienen diferentes usos alternativos y son escasos (Robbins, 1935, p. 16). El AED trata de estudiar los fenómenos jurídicos sirviéndose para ello de los conocimientos y métodos proporcionados por dicha ciencia (para más detalles, Barragué Calvo y Doménech Pascual [2021]).

El AED plantea los problemas jurídicos como si fueran problemas económicos. Y podemos considerar que lo son si aceptamos las siguientes tres premisas. La primera es que el derecho influye sobre la conducta humana. Al prever una consecuencia jurídica, que puede ser beneficiosa (v. gr., el otorgamiento de un premio) o costosa (v. gr., la imposición de una multa), para quienes actúen de una determinada manera, las normas jurídicas constituyen incentivos o desincentivos a los efectos de que sus destinatarios lleven a cabo o no la correspondiente actuación. Las normas jurídicas influyen así sobre la conducta humana de una manera muy parecida a como lo hacen los precios. Si, por ejemplo, se endurece la sanción con la que la ley conmina determinada infracción, es previsible ceteris paribus que disminuya el número de veces que esta se comete.

La segunda premisa es que dicha influencia es en alguna medida explicable y predecible con arreglo a un determinado modelo teórico. El más frecuentemente utilizado por los economistas ha sido y sigue siendo el de la elección racional. Se presupone que los individuos toman decisiones perfectamente racionales, libres de errores lógicos y coherentes con sus preferencias, que son estables y consistentes. A la vista de los costes y beneficios que para ellos se derivarían de cada uno de sus cursos de actuación, escogen aquel que maximiza su utilidad esperada.

La tercera premisa es que todas las decisiones jurídicamente relevantes se adoptan en condiciones de escasez. Los intereses que el derecho trata de proteger constituyen inexorablemente bienes escasos. No es posible que tales decisiones maximicen de manera simultánea la satisfacción de todos y cada uno de ellos.

2.2. Tipos y utilidad

Los estudios de AED pueden ser teóricos o empíricos. Los primeros tienen por objeto la formulación de teorías. Una teoría (jurídica) es un conjunto ordenado de afirmaciones generales relativas a una determinada parcela de la realidad (jurídica) configurado de tal manera que permite deducir de él hipótesis comprobables sobre esta. Los estudios empíricos tratan de obtener mediante la experiencia información que permita corroborar o refutar hipótesis teóricas.

El AED también puede ser positivo o normativo. El primero estudia cómo interacciona el derecho con la realidad, en dos sentidos posibles. En ocasiones, se analiza qué impacto tiene aquel sobre esta, es decir: cuáles son o pueden ser las consecuencias reales de ciertas decisiones jurídicas (legislativas, reglamentarias, jurisprudenciales, contractuales, etc.); cómo reacciona o cómo reaccionará probablemente la gente frente a dichas decisiones; qué consecuencias ha tenido o puede tener esa reacción respecto del bienestar social, etc. Otras veces, se analiza qué impacto tiene la realidad sobre el derecho, es decir, cómo influyen determinadas circunstancias reales sobre el contenido y la forma de ciertas decisiones jurídicas.

El AED normativo trata de formular juicios acerca de lo que debería hacerse, sobre las decisiones jurídicas que deberían tomarse para maximizar la realización de ciertos fines, a la vista de las consecuencias fácticas que tales decisiones pueden tener. Este tipo de AED puede cumplir así una función crítica de lege ferenda, en la medida en que permite evaluar los costes y beneficios que las alternativas normativas consideradas tienen para los intereses implicados y precisar cuál es la que maximiza la satisfacción de estos.

En contra de lo que a veces se piensa, el AED también puede cumplir una función interpretativa de lege lata, para aplicar e interpretar el ordenamiento jurídico vigente y precisar cuál es la solución que el mismo prescribe para un caso concreto. Y ello por dos razones. La primera es que hay normas jurídicas que establecen explícitamente que ciertas decisiones deben ser adoptadas con base en un análisis de las consecuencias que estas pueden tener, es decir, en un análisis económico de sus costes y beneficios esperados. La segunda es que en la aplicación de cualquier norma jurídica hay que tener en cuenta y, en su caso, ponderar los principios generales del derecho. Y esta ponderación implica un análisis de las consecuencias negativas o positivas que para la realización de tales principios conlleva cada una de las interpretaciones consideradas, es decir, un análisis económico de sus costes y beneficios.

3. Consecuencias de las normas jurídicas relativas a la prueba

Estas normas pueden influir, cuando menos, en la conducta extraprocesal de los potenciales litigantes, la conducta procesal de los litigantes y la conducta de los jueces. Y, a través de esa influencia, pueden producir diversos tipos de beneficios y costes sociales.

El derecho probatorio, en primer lugar, puede alterar los incentivos que los individuos tienen para cumplir las normas sustantivas y, a la postre, puede determinar el grado de su cumplimiento. Por ejemplo, como más adelante veremos, imponer la carga de probar la infracción de una de esas normas a la parte contraria de la que estaba obligada a cumplirla puede incrementar los beneficios esperados que para esta se derivan de su cumplimiento y, por lo tanto, incentivarlo.

En segundo lugar, las normas probatorias determinan en buena medida el número y el tipo de errores cometidos por los jueces al apreciar los hechos. Un error tipo I (o falso positivo) consiste en considerar probado un hecho que en realidad no existió. Un error tipo II (o falso negativo) consiste en dar como no probado un hecho que realmente existió. Si, por ejemplo, el legislador eleva el estándar de prueba con arreglo al cual hay que enjuiciar cierto hecho (es decir, incrementa el grado de certeza requerido para considerarlo probado), cabe suponer que, a partir de este cambio legislativo, los jueces cometerán menos falsos positivos y más falsos negativos relativos a este hecho.

Ambos tipos de errores disminuyen los incentivos que los potenciales litigantes tienen para cumplir las normas sustantivas consideradas. Imaginemos, por ejemplo, que el objeto de la prueba es si una persona cometió o no cierto delito. Los falsos negativos (que dan lugar a absoluciones erróneas) reducen obviamente el coste esperado de infringir la norma que tipificó ese delito y, por lo tanto, minan su eficacia disuasoria. Pero debe notarse que los falsos positivos (que provocan condenas erróneas) tienen también un efecto equivalente, pues disminuyen el atractivo de cumplir dicha norma y, en consecuencia, reducen asimismo su eficacia disuasoria (Png, 1986).

Algunos errores también pueden generar costes derivados de hacer efectivas las consecuencias jurídicas asociadas al cumplimiento o incumplimiento de la norma considerada. Aquí suele haber una asimetría entre los falsos positivos y los falsos negativos. Si la norma sustantiva contempla una sanción (v. gr., una pena privativa de libertad) para los infractores, los falsos positivos conllevan los costes derivados de ejecutar las sanciones erróneamente impuestas, mientras que los falsos negativos no dan lugar a tales costes (Rizzolli y Saraceno, 2013). Si la norma sustantiva prevé el otorgamiento de una recompensa (v. gr., una subvención) para los cumplidores, los falsos positivos conllevan los costes resultantes de entregar las recompensas erróneamente otorgadas, a diferencia de los falsos negativos.

En tercer lugar, las normas relativas a la prueba también pueden condicionar la conducta extraprocesal de los potenciales litigantes dirigida a producir información con el objeto de acreditar los hechos en un eventual pleito. Imaginemos, por ejemplo, que en los casos de responsabilidad civil derivada de daños resultantes de la prestación de servicios sanitarios se impone a los prestadores la carga de probar que los usuarios dieron su consentimiento informado antes de ser sometidos a ciertos tratamientos. Es probable que esta medida induzca a dichos prestadores a elaborar documentos en los que los usuarios manifiestan que dieron su consentimiento después de recibir la debida información.

Finalmente, dichas normas pueden influir también sobre la conducta procesal de los litigantes. Las reglas probatorias pueden determinar cuántos recursos (dinero, tiempo, esfuerzo, etc.) invierte cada parte en probar los hechos que les benefician y desacreditar los que les perjudican.

4. Modelos económicos del Derecho probatorio

4.1. Qué son y para qué sirven los modelos económicos

Los modelos económicos son construcciones teóricas que describen simplificadamente la realidad con el objeto de explicar y predecir qué decisiones adoptan determinadas personas en situaciones de escasez y qué consecuencias tienen esas decisiones para la satisfacción de ciertos fines.

Estos modelos suelen estar formalizados matemáticamente. Las matemáticas permiten representar con una gran claridad, precisión, concisión y generalidad los problemas analizados, lo que ayuda a comprenderlos mejor. Además, la formalización matemática facilita la extracción, mediante inferencias lógicas, de conclusiones que se derivan necesariamente de las premisas del modelo y que muchas veces sería difícil descubrir sin la ayuda de las matemáticas.

Los modelos económicos representan la realidad de manera simplificada (idealizada, estilizada) y fragmentaria. Con cada uno de ellos no se trata de comprender y explicar toda la realidad, sino solo alguno o algunos de sus aspectos especialmente relevantes, que tienen una importancia crítica en la resolución de un problema. Los modelos económicos representan problemas mediante un número reducido de variables. Esta simplificación es útil y necesaria para identificar relaciones de causalidad entre dichas variables, pues elimina la influencia que sobre estas pueden ejercer otros factores (Rodrik, 2015, p. 180). Conviene tener presente que no hay una única manera correcta de representar la realidad a estos efectos. La corrección del modelo en cuestión dependerá del aspecto de la realidad que con él se pretenda identificar, comprender, explicar, predecir, etc. Cabe afirmar, no obstante, que los modelos deberían ser en principio lo más simples y abstractos posible. Solo está justificado introducir variables, presuposiciones y complicaciones adicionales en la medida en que estas resulten estrictamente necesarias para identificar aspectos clave del objeto del análisis. El lema sería: «Haz tu modelo suficientemente simple para aislar causas específicas y mostrar cómo funcionan, pero no tan simple que deje fuera interacciones clave entre las causas» (Rodrik, 2015, p. 213).

En el campo del derecho probatorio se han elaborado modelos que pretenden poner de manifiesto, por ejemplo, qué consecuencias pueden tener distintos estándares de prueba, cómo influyen determinados factores en esas consecuencias y cuáles son los estándares que, en atención a sus consecuencias, optimizan la satisfacción de ciertos objetivos (típicamente, que maximizan el bienestar social). Pero conviene subrayar que nadie nunca ha pretendido elaborar un modelo omnicomprensivo que integre todos los factores relevantes para la configuración de dichos estándares, dé cuenta de todas las consecuencias que pueden derivarse de la variación de esos factores y determine cuál es el estándar óptimo en atención a todos y cada uno de ellos. La razón es que semejante modelo holístico sería matemáticamente intratable y demasiado complejo para poder extraer de él conclusiones lógicas útiles. A fin de aislar e identificar el efecto que una variable importante puede tener sobre otra u otras variables también importantes, resulta necesario centrarse en ellas y hacer abstracción de otras muchas.

Por ejemplo, Rizzolli y Saraceno (2013) presentan un modelo que pone de manifiesto una importante razón por la cual el estándar de prueba establecido para dictar una sentencia penal condenatoria es muy estricto (la culpabilidad del acusado debe probarse «más allá de toda duda razonable»): las condenas erróneas son, ceteris paribus, más costosas que las absoluciones erróneas como consecuencia de los costes que para el condenado y el resto de la sociedad implica el cumplimiento de la sanción impuesta. Bajo ciertas premisas, ambos tipos de errores reducen en la misma medida el efecto disuasorio de la norma penal. Las primeras minoran el atractivo de cumplir la ley, mientras que las segundas incrementan el atractivo de incumplirla. Pero solo las condenas erróneas generan, además, los costes que implica ejecutar la correspondiente sanción. En este modelo se asume, entre otras cosas, que los potenciales infractores son racionales y neutrales frente al riesgo.

En el modelo elaborado por Rizzoli y Stanca (2012), se añaden otras razones que justificarían dicho estándar de prueba. Si la gente fuera neutral frente al riesgo y las pérdidas, ambos tipos de errores reducirían en la misma medida la eficacia disuasoria de las normas penales (Png, 1986). Si, por el contrario, partimos de la hipótesis, más realista que la anterior, de que los individuos son aversos al riesgo y las pérdidas, entonces podemos predecir que las condenas erróneas reducen esa eficacia disuasoria en mayor medida que las absoluciones erróneas (predicción teórica que los propios Rizzoli y Stanca [2012] confirman experimentalmente). Dicha aversión hace que la reducción de utilidad que a una persona le ocasiona una condena injusta supere el incremento de utilidad que esa misma persona experimentaría en caso de que la absolvieran erróneamente y se librara de una condena igual. Nótese que, en este modelo teórico, a diferencia de lo que ocurre en el anterior, se hace abstracción de los costes sociales que implica el cumplimiento de las penas, pero las personas ya no son neutrales frente al riesgo.

El modelo propuesto por Mungan (2011) pone el foco en una variable que los anteriores ignoran y que también contribuiría a explicar por qué las condenas erróneas son más costosas que las absoluciones erróneas y, por lo tanto, deberían ser evitadas en mayor medida a través del referido estándar de prueba: los potenciales acusados toman precauciones costosas con el objeto de evitar las primeras, pero no las segundas.

Partiendo de premisas distintas de las anteriores, el modelo formulado por Garoupa (2017) ofrece una razón adicional para justificar el mismo estándar de prueba: este puede ser necesario para prevenir excesos en el ejercicio de la potestad sancionadora cuando los agentes públicos (policías y fiscales) que pueden influir en ese ejercicio tienen preferencias punitivas extraordinariamente intensas, lo cual es relativamente verosímil.

Doménech-Pascual y Puchades-Navarro (2019) presentan un modelo que identifica una razón por la cual el estándar de prueba establecido para tomar ciertas decisiones preliminares en el ámbito jurídico-penal (por ejemplo, encausar a un sospechoso o abrir juicio oral) debería ser y de hecho suele ser más bajo que el utilizado aquí para condenar («más allá de toda duda razonable»), e incluso que el aplicado generalmente en los procesos civiles («probabilidad preponderante»).

La explicación es que los falsos negativos cometidos al tomar estas decisiones preliminares minan la eficacia disuasoria de las eventuales sanciones en mayor medida que los falsos positivos. Abrir juicio oral contra un inocente incrementa el coste esperado de ser inocente y, por lo tanto, desincentiva el cumplimiento de la ley. No abrir juicio oral contra un culpable reduce el coste esperado de ser culpable y, por lo tanto, también desincentiva dicho cumplimiento. Pero la magnitud del desincentivo es mayor en este segundo caso.

Abrir juicio oral arroja sobre los acusados el riesgo de una eventual condena. Sin embargo, este riesgo es mayor para los verdaderamente culpables que para los verdaderamente inocentes, pues la probabilidad de ser finalmente condenados es más elevada para los primeros que para los segundos. Esto genera una asimetría entre el coste social de los falsos positivos y el de los falsos negativos. Tomar una de estas medidas preliminares contra un inocente mina la disuasión, pero relativamente poco, porque la probabilidad de que este acabe siendo condenado a la finalización del proceso es baja. En cambio, no tomarla contra un culpable y, por lo tanto, dejarle sin sanción mina la disuasión en mayor medida, porque la probabilidad de que un culpable termine finalmente condenado tras el correspondiente juicio es mucho mayor.

4.2. Modelos basados en la teoría de la decisión

Hay dos grandes tipos de modelos económicos en materia de derecho probatorio: los basados en la teoría de la decisión y los basados en la teoría de juegos (Talley, 2013). Los primeros se centran en la decisión que el sujeto competente (típicamente, un juez) ha de tomar a la hora de apreciar los hechos relevantes en función de la evidencia disponible y de los costes y beneficios que se derivan de considerar esos hechos como probados o como no probados. En estos modelos, tales costes y beneficios no dependen de las decisiones adoptadas por otros sujetos (por ejemplo, los potenciales litigantes). Por consiguiente, aquí el individuo encargado de apreciar los hechos y decidir no tomará en cuenta cómo reaccionarán dichos sujetos ante su decisión.

Además, la información disponible en virtud de la cual hay que decidir es una variable exógena, es decir, está dada, no depende de la decisión que el modelo trata de representar, ni mucho menos de las actuaciones de los litigantes. Metafóricamente hablando, esta información «cae del cielo», cual «maná» (Talley, 2013, p. 316). Estos modelos no explican ni pretenden explicar, pues, cómo llega esa información al proceso, ni cómo ni quién la aporta, ni de qué modo pueden afectar las reglas probatorias u otras circunstancias a su producción.

Un ejemplo de estos modelos es el formulado por Kaplow (2014) para representar decisiones que no afectan a los incentivos que las personas implicadas tienen ex ante para actuar de una determinada manera. Un ejemplo sería la decisión de autorizar o prohibir una intervención médica. Por su simplicidad y potencia explicativa, merece ser expuesto aquí con detalle (y alguna ligera modificación dirigida a facilitar su comprensión).

Imaginemos que un agente público ha de decidir si prohíbe o no una actuación que puede tener un resultado negativo H o uno positivo B. El sujeto decisor cuenta con una cantidad e de información que indica la probabilidad de que dicha actuación cause esos resultados. Las expresiones P(H |e) y P(B|e) denotan las probabilidades condicionales de que la actuación considerada conduzca, respectivamente, a los resultados H o B a la vista de la evidencia disponible e. Cuanto mayor es e, mayor es la proporción entre las dos probabilidades . Intuitivamente, cuanto más elevada es e, más netamente peligrosa parece la actuación considerada y más aconsejable resulta prohibirla.

Para decidir, el agente debería tener en cuenta no solo estas probabilidades, sino también los costes y beneficios asociados a cada resultado. Denominemos G al beneficio que se deriva de prohibir la actividad si esta conduce efectivamente al resultado negativo H. Y llamemos L al coste derivado de prohibirla si conduce al resultado positivo B. El agente debería prohibir la actuación considerada cuando los beneficios esperados de la prohibición superen a sus costes esperados, es decir, cuando:

P(H |e)G > P(B|e)L

O, dicho de otra manera, cuando:

Habida cuenta de que, como ya he señalado, siempre crece cuando e aumenta, el estándar de prueba utilizado para decidir (es decir, la cantidad de evidencia e a partir de la cual habría que dar por probado H y prohibir la correspondiente actividad) debería situarse en el punto en el que se cumple la igualdad . Este es el estándar de prueba óptimo, que maximiza los beneficios sociales netos esperados de la decisión.

Imaginemos, por ejemplo, que el consumo de un medicamento puede causar a un paciente una reacción adversa (H) que le provoque un daño (G) de 500.000 € o curarle de una enfermedad (B) y reportarle con ello un beneficio (L) de 100.000 €. El estándar de prueba óptimo es aquel en el que . Dicho con otras palabras: habría que impedir el consumo del medicamento si, a la vista de la evidencia disponible, la proporción entre la probabilidad de que dicho consumo cause la reacción adversa y la probabilidad de que cure la enfermedad es mayor que .

4.3. Modelos estratégicos (basados en la teoría de juegos)

La teoría de juegos trata de analizar las interacciones entre agentes —en principio, racionales— que buscan maximizar sus preferencias. Un juego, en el sentido de esta teoría, es una situación en la que intervienen varios actores, cada uno de los cuales tiene la posibilidad de optar entre varias alternativas, que producirán resultados diferentes, que satisfarán en mayor o menor medida sus intereses y preferencias dependiendo de qué decisiones tomen los otros agentes. Todos ellos actuarán estratégicamente, teniendo en cuenta cómo han actuado y pueden actuar los restantes actores.

En algunos de estos modelos, la información a la vista de la cual hay que decidir es una variable exógena, mientras que en otros modelos es una variable endógena.

4.3.1. Modelos en los que la información es una variable exógena

En estos modelos, la cantidad de información o evidencia disponible está dada, no depende de las restantes variables del modelo. Sirva como ejemplo una extensión del modelo de Kaplow (2011, 2012 y 2014) arriba expuesto. Supongamos que unas personas realizan actos dañosos del tipo H; y otras, actos socialmente beneficiosos de tipo B. La autoridad encargada de juzgar estos actos cuenta con una cantidad e de información que indica la probabilidad de que el acto enjuiciado en cada caso sea H o B. La autoridad impondrá una sanción al acusado por haber cometido H cuando dicha información supere cierto umbral o estándar de prueba, que se denota como ē.

Si se reduce este estándar, se incrementará el número de casos en los que los acusados que han cometido H son sancionados, lo que aumentará la eficacia disuasoria de estas sanciones y, en consecuencia, reducirá el número de actos H que en el futuro se cometan, lo que generará un beneficio social de G por cada acto H que se hubiera cometido de haberse mantenido el antiguo estándar y que no se cometerá ahora. Esta reducción del estándar de prueba, sin embargo, también provocará un incremento del número de casos en los que los acusados reciben una sanción a pesar de haber realizado un acto beneficioso B, lo que aumentará el efecto desalentador (chilling effect) que estas sanciones tienen sobre la realización de B y, en consecuencia, reducirá el número de actos B realizados, lo que a su vez generará una pérdida social de L por cada acto de tipo B que se hubiera realizado de haberse mantenido el antiguo estándar y que ahora se realizará.

Si, por el contrario, se incrementa el estándar ē, se reducirá el número de ocasiones en las que se sanciona a los acusados autores de H, lo que reducirá la eficacia disuasoria de estas sanciones y, en consecuencia, aumentará el número de actos de tipo H cometidos, lo que generará un coste social de G por cada acto de tipo H que ahora se comete y que no se hubiera cometido de haberse mantenido el anterior estándar. Este incremento del estándar de prueba, sin embargo, también minorará el número de casos en los que los acusados son sancionados a pesar de haber realizado un acto beneficioso B, lo que reducirá el efecto desalentador que estas sanciones tienen sobre la realización de tales actos y, en consecuencia, elevará el número de actos B realizados, lo que generará un beneficio social de L por cada acto de tipo B que no se hubiera llevado a cabo bajo la vigencia del anterior estándar y que ahora, en cambio, se llevará a cabo.

La cantidad de actos H disuadidos o incentivados y de actos B desalentados o alentados como consecuencia de una variación del estándar de prueba depende de varios factores. En primer lugar, del número de casos en los que hay evidencia cercana a dicho estándar indicativa de que los acusados son culpables o inocentes. O, dicho en otros términos: de las probabilidades de observar una cantidad de evidencia cercana a dicho estándar cuando la persona enjuiciada ha realizado H o B, respectivamente. Estas probabilidades se designan, respectivamente, con las expresiones P(e|H ) y P(e|B) 1.

Cuanto mayor sea P(e|H ), mayor será el efecto disuasorio o incentivador de una reforma del estándar de prueba. Imaginemos queP(e|H ) es muy escasa. Esto significa que, si los acusados cometieron realmente H, la evidencia disponible casi nunca es cercana al estándar de prueba; es muy improbable observar una evidencia tal para estas personas; por así decirlo, hay muy pocos culpables cuya culpabilidad se encuentre «en el límite de la duda razonable». En este escenario, reducir (o incrementar) ligeramente el estándar de prueba tendrá un escaso efecto disuasorio (o incentivador) sobre la comisión de H, pues esta alteración afecta a muy pocos casos. Si, por el contrario, P(e|H )es muy elevada, el incremento (o reducción) del estándar de prueba tendrá un potente efecto disuasorio (o incentivador) respecto de la comisión de H.

Análogamente, cuanto mayor sea P(e|B), mayor será el efecto desalentador o alentador derivado de reformar el estándar de prueba. Pongamos que P(e|B) es muy pequeña. Esto significa que es muy improbable observar una evidencia inculpatoria cercana al estándar de prueba cuando los acusados son inocentes; hay muy pocos inocentes que afrontan una evidencia inculpatoria que bordea el límite de la duda razonable. En esta situación, cambiar ligeramente el estándar de prueba tendrá un escaso efecto desalentador o alentador respecto de la realización de B, pues dicho cambio rara vez es relevante. Si, en cambio, P(e|B) es muy elevada, la reforma del estándar de prueba tendrá un potente efecto desalentador o alentador sobre la realización de B, pues la reforma afecta a muchos casos.

En segundo lugar, la cantidad de actos H disuadidos o incentivados y de actos B desalentados o alentados como consecuencia de un cambio del estándar de prueba depende también de otros factores, tales como la magnitud de las sanciones impuestas por haber cometido supuestamente H. Obviamente, cuanto más elevadas sean estas sanciones, más intensos serán los efectos del cambio. En el modelo de Kaplow, estos otros factores se mantienen constantes y se denotan conjuntamente como D (para el efecto disuasorio) y C (para el efecto desalentador).

Así las cosas, el beneficio social derivado de reducir el estándar de prueba puede representarse como P(e|H )DG. Y el coste social de reducirlo, como P(e|B)CL. La expresión P(e|H )D equivale a la cantidad de actos H que antes se cometían y ahora dejarán de cometerse si se reduce ligeramente el estándar de prueba. La expresión P(e|B)C equivale a la cantidad de actos B que antes se realizaban y ahora dejarán de realizarse si se minora ligeramente dicho estándar. Recordemos que G denota el coste social derivado de cada acto H cometido; y L, el beneficio social resultante de cada acto B realizado.

Correlativamente, el beneficio social derivado de incrementar el estándar de prueba puede representarse como P(e|B)CL. Y el coste social de incrementarlo, como P(e|H )DG. La expresión P(e|B)C equivale a la cantidad de actos B que antes no se realizaban y ahora se realizarán si se eleva ligeramente el estándar de prueba. La expresión P(e|H )D equivale a la cantidad de actos H que antes no se cometían y ahora pasarán a cometerse si se incrementa ligeramente dicho estándar.

A fin de maximizar el bienestar social, el estándar de prueba debería reducirse (o incrementarse) hasta el punto en el que los beneficios sociales derivados de la reducción (o el incremento) sean iguales a sus costes sociales, es decir, hasta el punto en el que:

P(e|H )DG = P(e|B)CL

Es decir, hasta el punto en el que el beneficio marginal neto derivado de reducir (o incrementar) el estándar de prueba es igual a cero:

P(e|H )DGP(e|B)CL = 0

O, expresado de otra manera,

A fin de ilustrar el funcionamiento de este modelo, imaginemos que sus variables toman los siguientes parámetros en cuatro niveles de evidencia correspondientes a cuatro estándares de prueba distintos.

ē

P(ē|H)

P(ē|B)

C

L

D

G

Beneficio marginal neto derivado
de reducir el estándar de prueba

P(ē|H)DGP(ē|B)CL

10

0,01

0,8

0,2

20

0,5

1

- 3,20

50

0,5

0,5

0,2

20

0,5

1

- 1,75

90

0,8

0,1

0,2

20

0,5

1

0,00

110

0,9

0,01

0,2

20

0,5

1

0,44

Así las cosas, el estándar de prueba óptimo, que maximiza el bienestar social, consiste en requerir para sancionar que exista una cantidad de evidencia inculpatoria igual o superior a 90, pues en este punto el beneficio marginal neto de reducir (o incrementar) el estándar de prueba es igual a cero. Por encima de este punto, el estándar de prueba es demasiado elevado. Y, por debajo, se queda corto. Obsérvese que, si ē = 110, el beneficio marginal neto de reducir dicho estándar es positivo (0,44). Y, si ē = 50, reducir el estándar genera un beneficio marginal neto negativo (-1,75), mientras que aumentarlo produce un beneficio marginal neto positivo (1,75).

De este modelo cabe extraer numerosas ideas y predicciones interesantes, relevantes e intuitivamente plausibles.

En primer lugar, cuanto mayor sea la proporción entre el poder desalentador de las condenas y su poder disuasorio (), más elevado será, ceteris paribus, el estándar de prueba óptimo.

En segundo lugar, si el coste social de una condena errónea es equivalente al de una absolución errónea (es decir, LC = GD), entonces, en el umbral de evidencia inculpatoria que se corresponde con el estándar de prueba óptimo, la probabilidad de observar esa evidencia si el demandado es culpable es igual a la probabilidad de observar la misma evidencia si este es inocente [P(e|H ) = P(e|B)]. Y hay que condenarlo cuando la evidencia incriminatoria disponible exceda de ese umbral o, lo que viene a ser lo mismo, cuando la primera probabilidad sea superior a la segunda [P(e|H )> P(e|B)] 2. Ello explicaría por qué en los procesos civiles, donde normalmente las condenas erróneas tienen un coste social aproximadamente igual al de las absoluciones erróneas, suele aplicarse el estándar de la «probabilidad preponderante».

Interesa resaltar que este estándar de prueba no produce necesariamente un número total de falsos positivos (condenas erróneas) igual al de falsos negativos (absoluciones erróneas). Solo «en el margen», en el umbral de evidencia en el que se sitúa dicho estándar, la cantidad de ambos tipos de errores es la misma. Imaginemos, por ejemplo, que, en la gran mayoría de los casos en los que se aplica este estándar, los demandados son realmente culpables, pero muchas veces no hay una gran cantidad de evidencia que los inculpe. En estas circunstancias, la aplicación del estándar de prueba de la probabilidad preponderante producirá seguramente un número de absoluciones erróneas superior al de condenas erróneas. Imaginemos que en una población de 1.000 individuos: 200 inocentes son demandados, de los cuales 40 afrontan una evidencia inculpatoria superior a la correspondiente a dicho estándar de prueba [de modo que P(e|H )> P(e|B)]; y 500 culpables son demandados, de los cuales 420 afrontan una evidencia inculpatoria superior al mismo punto. Puede verse que aquí el número de absoluciones erróneas (80) duplica al de condenas erróneas (40).

En tercer lugar, cuanto mayor sea la proporción entre el coste social de una condena errónea y el coste social de una absolución errónea, , más elevada será, ceteris paribus, la proporción entre en el umbral de evidencia correspondiente y, por consiguiente, mayor será el estándar de prueba óptimo. Ello explica por qué el estándar de prueba para imponer penas («más allá de toda duda razonable») es muy estricto. Como numerosos autores han señalado a lo largo de la historia, aquí el coste de castigar a un inocente es mucho mayor que el de absolver a un culpable (Blackstone, 1769; Volokh, 1997). Es decir, LC >> GD. Nótese que, en el ejemplo parametrizado antes propuesto, el coste de un falso positivo (4) es ocho veces mayor al de un falso negativo (0,5). Correlativamente, en el umbral de evidencia correspondiente al estándar de prueba óptimo, la probabilidad de observar esa evidencia si el acusado es culpable (0,8) es también ocho veces mayor que la probabilidad de observar la misma evidencia si el acusado es inocente (0,1).

Esto no quiere decir que, en estos casos, si se aplica el referido estándar de prueba óptimo, la proporción entre el número total de falsos negativos y el de falsos positivos va a ser de (en el ejemplo propuesto, 8), ni tampoco que se absuelve a más personas de las que se condena. Solo «en el margen», en el umbral de evidencia en el que se sitúa dicho estándar, la proporción entre los falsos negativos y los falsos positivos generados al incrementar o disminuir ligeramente el estándar de prueba es igual a la proporción entre el coste de un falso positivo y el de un falso negativo, . Imaginemos que en una población de 1.000 individuos: 200 inocentes son acusados, de los cuales 20 afrontan una evidencia incriminatoria superior a la correspondiente al estándar de prueba; y 500 culpables son acusados, de los cuales 400 afrontan una evidencia incriminatoria superior al mismo punto. Nótese que, en términos globales: el número de acusados condenados (420) es muy superior al de absueltos (280), y la proporción entre absoluciones erróneas y condenas erróneas no es de 8, sino de 5.

4.3.2. Modelos en los que la evidencia probatoria es una variable endógena

Aquí, la evidencia producida y aportada —normalmente por los litigantes— al proceso depende de otras variables del modelo, como, por ejemplo, de los costes de presentarla o de la magnitud de los intereses en juego.

Sirva como primer ejemplo el modelo formulado por Hay y Spier (1997). Su principal objetivo es mostrar cómo la carga de la prueba puede ser utilizada para minimizar los costes de obtener y procesar información en un pleito y, a la postre, los costes de resolverlo. Al imponer a una de las partes litigantes la carga de producir evidencia, se libera hasta cierto punto de esta tarea a la parte contraria, lo que reduce los costes en los que esta habría de incurrir para adquirir y presentar dicha evidencia.

En aras de la claridad y la simplicidad, en el modelo se hacen las siguientes presuposiciones: 1) ambas partes conocen y tienen acceso a la misma evidencia, que indica si el demandado infringió o no un deber, lo que determina que este pierda o gane el pleito correspondiente; 2) tal evidencia tiene carácter unitario, por lo que el tribunal competente puede conocerla íntegramente o no conocerla en modo alguno, y 3) el coste de presentar evidencia es positivo y lo suficientemente bajo como para que cada parte la presente si presentarla es necesario para obtener una sentencia favorable.

La imposición de la carga de probar la existencia (o inexistencia) de un hecho X a una de las partes litigantes determina que ese hecho ha de considerarse no probado (o probado) y la parte contraria vence en el pleito correspondiente si ninguno de los litigantes presenta evidencia probatoria acerca de si X ocurrió o no.

Así las cosas, si el actor corre con la carga de probar X (por ejemplo, la negligencia del demandado en un caso de responsabilidad civil extracontractual): i) el actor presentará la evidencia correspondiente si y solo si esta indica que X ocurrió; y ii) el demandado nunca presentará evidencia. Las razones saltan a la vista. Para el demandado, la estrategia dominante —haga lo que haga el actor— consiste en no presentar evidencia. En el caso de que esta indique que X ocurrió, nada gana el demandado presentándola, pues ello le haría perder el pleito y, además, incurrir en los costes derivados de presentarla. Pero tampoco gana nada el demandado presentándola en el caso de que la evidencia indique que X no ocurrió, pues entonces vencerá en el pleito de todas maneras, con independencia de si el actor presenta evidencia o no lo hace. En el primer caso, porque esta evidencia probará que X no ocurrió. En el segundo, porque la regla sobre la carga de la prueba obligará al juez a considerar que X no ocurrió.

Por razones análogas, que no hace falta detallar aquí, si se impone al demandado la carga de probar que X no ocurrió: i) el actor nunca presentará evidencia acerca de X y ii) el demandado solo presentará evidencia si esta indica que X no ocurrió.

Supongamos que, antes de que las partes presenten evidencia probatoria, el tribunal que conoce del caso puede observar que ha sucedido Y, lo que indica en mayor o menor medida que el hecho cuestionado X ocurrió o no ocurrió. Por ejemplo, el tribunal sabe que una semana después de una operación quirúrgica se encontró un cuerpo extraño en la zona afectada del cuerpo de la víctima, lo que le causó una grave infección.

Pues bien, los tribunales (o, en su caso, el legislador) deberían asignar la carga de la prueba a la parte cuyos costes esperados de producir y presentar evidencia sean menores. Como hemos visto, el actor solo incurrirá en los costes de producir y presentar evidencia probatoria (denotados como CA) si la evidencia indica que X ocurrió y, además, corre con la carga de la prueba. Análogamente, el demandado solo incurrirá en tales costes (CD) si la evidencia muestra que X no ocurrió y, además, tiene dicha carga. Por lo tanto, los costes esperados de imponerle la carga de la prueba al actor serán el resultado de multiplicar CA por la probabilidad de que X ocurriera habida cuenta de que Y sucedió [probabilidad que se denota como P(X |Y )]. Y los costes esperados de asignarle la misma carga al demandado resultarán de multiplicar CD por la probabilidad de que X no ocurriera a la vista de que Y sucedió [es decir, P(~X |Y )]. Así las cosas, la carga de la prueba debería recaer sobre el actor cuando:

P(X |Y ) · CA < P(~X |Y ) · CD

O, expresado de otra manera, cuando:

Por el contrario, la referida carga debería asignarse al demandado cuando:

P(X |Y ) · CA > P(~X |Y ) · CD

Es decir, cuando

De acuerdo con el teorema de Bayes 3, la probabilidad de que en el caso enjuiciado X ocurriera a la vista de que Y sucedió puede expresarse como sigue:

Donde: P(Y |X ) denota la probabilidad de que un tribunal observe Y si X ocurrió; P(X) representa la probabilidad de que X ocurra, y P(Y) representa la probabilidad de que se observe el suceso Y.

Correlativamente, la probabilidad de que en el caso enjuiciado X no ocurriera a la vista de que Y sucedió puede expresarse como sigue:

Donde: P(Y | ~X) denota la probabilidad de que un tribunal observe Y si X no ocurrió; P(~X) representa la probabilidad de que X no ocurra, y P(Y) representa la probabilidad de que se observe el suceso Y.

En consecuencia, la carga de la prueba debería atribuirse al actor cuando:

Y al demandado si:

Ilustremos la aplicación del modelo con el ejemplo de la operación quirúrgica antes mencionada. Imaginemos que:

De cada 100 casos en los que se comete una negligencia médica en una operación quirúrgica, en 15 de ellos se encuentra al poco tiempo un cuerpo extraño en el cuerpo de la víctima. Aquí, por consiguiente, P(Y |X) = 0,15.

En 4 de cada 100 operaciones quirúrgicas se produce una negligencia médica. Es decir, P(X) = 0,04.

En 1 de cada 1.000 casos de operaciones quirúrgicas realizadas con la diligencia debida se encuentra al poco tiempo un cuerpo extraño en la zona afectada del cuerpo de la víctima. Aquí, por consiguiente, P(Y |~X) = 0,001.

96 de cada 100 operaciones quirúrgicas se llevan a cabo con la diligencia debida. O sea, P(~X) = 0,96.

Ya sabemos que la carga de la prueba debería asignarse al actor cuando la proporción entre CD y CA sea superior a la proporción entre P(Y |X) · P(X) y P(Y |~X) · P(~X). Es decir, en este ejemplo, cuando:

Por el contrario, debería asignarse al demandado siempre que:

En consecuencia, si en este caso puesto a modo de ejemplo los costes de producir y presentar evidencia fueran iguales para las dos partes (lo que implica que ) o mayores para el actor que para el demandado (lo que implica que ), la carga de la prueba debería corresponder a este último.

Este modelo justificaría, en opinión de sus artífices, la regla general usualmente aplicada en los procesos civiles según la cual el actor soporta la carga de la prueba. La razón esgrimida es que, en la práctica, normalmente concurren las tres condiciones siguientes: i) los costes de producción y presentación de evidencia de los actores no son sustancialmente más elevados que los costes análogos de los demandados; es decir, CD CA; ii) los potenciales demandados cumplen con la ley, con independencia de a quién se asigne la carga de la prueba; es decir, P(X) es relativamente baja, y iii) la información disponible antes de que las partes presenten evidencia probatoria es razonablemente compatible con el hecho de que el demandado cumpliera la ley; es decir, P(Y|~X) no es muy baja.

El modelo también justificaría varias excepciones a esta regla general. La primera es que, en ocasiones, los tribunales atribuyen al demandado la carga de probar cierto hecho (por ejemplo, el haber actuado diligentemente), por la razón de que los costes en los que este ha de incurrir para evidenciar la existencia de ese hecho son muy inferiores a los costes que al actor le supondría evidenciar su inexistencia. Es decir, en estos casos, CD << CA, lo que propicia que se cumpla la condición y, por lo tanto, que resulte aconsejable asignar la carga de la prueba al demandado.

Nótese que el artículo 217.3 de la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil, establece, en la misma línea, que «para la aplicación de lo dispuesto en los apartados anteriores de este artículo [relativo a la carga de la prueba] el tribunal deberá tener presente la disponibilidad y facilidad probatoria que corresponde a cada una de las partes del litigio». Cabe entender que este último inciso se refiere a los costes que para cada una de las partes litigantes conlleva adquirir y proporcionar la pertinente evidencia probatoria.

En segundo lugar, en virtud de la regla res ipsa loquitur, «si el accidente ha tenido lugar en circunstancias tales que, normalmente y a ojos de un observador razonable, accidentes de índole similar ocurren precisamente por negligencia del demandado, entonces la existencia de esta última se presume salvo prueba en contrario» (Salvador Coderch y Ramos González, 2023, p. 142). En estos casos, la probabilidad de observar un accidente de semejante índole si el demandado actuó negligentemente [P(Y |X )] es mucho más elevada que la probabilidad de observar un accidente semejante si aquel actuó con el cuidado exigible [P(Y |~X)], por lo que es fácil que se cumpla la condición , que aconseja imponer al demandado la carga de la prueba.

En tercer lugar, los tribunales también suelen presumir, salvo prueba en contrario, hechos que casi siempre ocurren, aunque favorezcan y sean alegados por el actor. Sirva como ejemplo el hecho de que una carta o mensaje electrónico enviado por una persona llegó efectivamente a su destinatario. El modelo examinado pone de manifiesto que, si P(X) es mucho más elevada que P(~X), es fácil que se cumpla la referida condición , que justifica asignar al demandado la carga de la prueba.

Otro ejemplo de modelo en el que la evidencia existente es endógena es el formulado por Sanchirico (2008). En él se pone de manifiesto una potente razón para determinar quién ha de soportar la carga de la prueba. Otros autores han ofrecido argumentos en virtud de los cuales esta carga debería corresponder, en principio, a la parte litigante que puede obtener y presentar la información relevante con un menor coste (según hemos visto, es el caso de Hay y Spier [1997]); a la parte cuya probabilidad de vencer en juicio sea menor, a la vista de lo ocurrido hasta la fecha en casos similares (también Hay y Spier [1997]), o a la parte cuyo eventual comportamiento ilícito se trata de disuadir (Mueller et al., 2018).

En la práctica, sin embargo, la carga de la prueba suele recaer sobre la parte contraria de aquella cuya actuación se enjuicia. Así, por ejemplo: la carga de probar que el demandado causante de un daño actuó negligentemente corresponde por regla general a la víctima demandante; la carga de probar la negligencia de la víctima recae sobre el demandado que la alega para que se atenúe su propia responsabilidad o se le exima de ella; la carga de probar que el demandado incumplió un contrato se asigna al demandante; la carga de probar que el demandante incurrió en un incumplimiento contractual es del demandado, etc. Como establecía con carácter general el artículo 1214 del Código Civil español en su redacción original, «incumbe la prueba de las obligaciones al que reclama su incumplimiento».

El modelo de Sanchirico (2008) ofrece una justificación convincente para esta importante regla general: al imponerse la carga de la prueba a la parte contraria de aquella cuyo comportamiento es objeto de juicio y prueba, se maximiza el incentivo económico que esta parte tiene para actuar conforme a derecho y, bajo ciertas condiciones, relativamente probables, se minimizan los costes sociales de los correspondientes pleitos.

Imaginemos dos agentes racionales y neutrales frente al riesgo. El (futuro) demandado tiene la posibilidad de actuar conforme a derecho (diligentemente) o en contra de él (negligentemente). Al actuar con diligencia, incurre en los costes derivados de la adopción de las debidas medidas de precaución (b), pero también reduce los costes de producir evidencia exculpatoria en un futuro pleito; de ser altos (c) pasan a ser bajos (c). Correlativamente, los costes de producción de evidencia inculpatoria en que ha incurrir la (futura) víctima demandante se incrementan; de ser bajos (c) pasan a ser altos (c). El demandado actuará con diligencia si los costes que esta le supone son inferiores a la diferencia entre la sanción esperada (a la vista del subsiguiente pleito) si actúa negligentemente y la sanción esperada si actúa diligentemente. Los dos litigantes conocen si el demandado actuó con o sin diligencia y, por lo tanto, si los costes de litigación de ambos son altos o bajos.

Supongamos, en aras de la simplicidad, que la cuantía del correspondiente pleito (la cantidad de dinero que el demandado habría de pagar al actor en el caso de ser condenado, que se denota con la letra s) es superior a los costes de producción de evidencia, si estos son bajos; e inferior a ellos, si son altos. Es decir, c < s < c . Lo cual implica que una parte que tiene costes de producción altos nunca presenta evidencia, pues lo máximo que puede ganar en caso de vencer en juicio es siempre inferior a lo que le cuesta generarla.

Si la carga de la prueba se impone a una parte, la parte contraria gana el pleito si: solo ella presenta evidencia; ninguna de las dos partes presenta evidencia, o las dos la presentan. En las siguientes tablas se reflejan los resultados posibles del pleito en función de qué litigantes tienen la carga de la prueba y de si presentan o no evidencia.

Tabla 1. Carga de la prueba impuesta al demandado

Demandado

Presenta

No presenta

Actor

Presenta

Gana actor

Gana actor

No presenta

Gana demandado

Gana actor

Tabla 2. Carga de la prueba impuesta al actor

Demandado

Presenta

No presenta

Actor

Presenta

Gana demandado

Gana actor

No presenta

Gana demandado

Gana demandado

De lo expuesto se deduce que solo la parte gravada con la carga de la prueba presenta evidencia y solo cuando los costes de producirla son bajos. La contraparte nunca tiene incentivos suficientes para generarla: si sus costes de producción son altos, porque la eventual ganancia será inferior a estos, como ya hemos visto; si son bajos, porque entonces los costes de la parte gravada serán altos, lo que determinará que esta no produzca evidencia y, en consecuencia, que la referida contraparte pueda ganar el pleito sin presentar evidencia.

Si la carga de la prueba recae sobre el actor, este presentará evidencia solo cuando sus costes de producirla sean bajos, lo que únicamente ocurrirá cuando el demandado haya actuado negligentemente, en cuyo caso el actor ganará el pleito y el demandado tendrá que pagarle s. Si el demandado tomó las debidas medidas de precaución, ganará el pleito sin necesidad de presentar evidencia y no le pagará nada al actor. Para el demandado, por consiguiente, la diferencia entre la sanción resultante de actuar negligentemente (s) y la derivada de hacerlo diligentemente (0) es de s. Es decir, este sujeto tiene un incentivo de magnitud s para actuar con el cuidado debido.

Si la carga de la prueba corresponde al demandado, este producirá y presentará evidencia solo cuando haya actuado con diligencia, en cuyo caso ganará el pleito, después de haber incurrido en el coste c. Si no tomó las debidas medidas de precaución, el demandado no presentará evidencia, perderá el pleito y tendrá que pagar s al actor. La diferencia que para el demandado se deriva de actuar con negligencia o con diligencia es, por lo tanto, de sc.

Puede apreciarse, pues, que el incentivo económico que el demandado tiene para cumplir su deber de cuidado es mayor cuando la carga de la prueba se impone al actor (s) que cuando se le impone al demandado (sc). La razón es que esta regla probatoria incrementa el número de casos en los que un demandado diligente puede ganar el pleito sin necesidad de presentar evidencia y, por lo tanto, sin necesidad de incurrir en los costes de producirla.

Además, la diligencia del demandado eleva el coste que para el demandante implica pleitear y, a la postre, le disuade de hacerlo, lo que también contribuye a reducir los costes sociales de la litigación. De hecho, dicha regla probatoria minimiza estos costes cuando los intereses en juego [el beneficio que el demandado puede obtener al omitir el debido cuidado (b) y la «sanción» que por ello se le puede imponer (s)] son tales que la probabilidad de que el demandado cumpla su deber de cuidado supera la probabilidad de que lo incumpla. Es más, cabe ajustar esta sanción (elevándola hasta cierto punto) para que la mayoría de los demandados actúen diligentemente y, en consecuencia, dicha regla minimice siempre los referidos costes sociales. En el estudio de Sanchirico (2008) puede encontrarse la demostración matemática de ambos resultados.

5. Análisis económico de las reglas probatorias en el derecho administrativo

5.1. Reglas de prueba en el procedimiento administrativo y en el proceso contencioso-administrativo

En el derecho administrativo hay que distinguir dos tipos de reglas probatorias: las que la Administración debe observar antes de tomar una decisión y las aplicables por los tribunales al revisar la licitud de una previa decisión administrativa. En los escasos estudios dedicados específicamente a los estándares de prueba en esta rama del derecho, no siempre se distinguen con nitidez ambos tipos de reglas. Pero conviene hacerlo, porque estas pueden ser similares (así lo estima, por ejemplo, Letelier Wartenberg [2018, p. 217], respecto de la imposición y revisión judicial de sanciones administrativas), pero no tienen por qué ser inexorablemente coincidentes. Es más, cabe pensar que lo normal es que no lo sean.

Es posible y razonable que la Administración deba utilizar un estándar relativamente estricto para dar como probado cierto hecho a los efectos de tomar una determinada decisión y, en cambio, los tribunales deban emplear posteriormente, al enjuiciar esta decisión, un estándar relativamente laxo para considerar como probado el mismo hecho. Ello puede obedecer, por ejemplo, a que los jueces están mucho peor situados que las autoridades administrativas para apreciar correctamente ese hecho y, por consiguiente, deben mostrar una considerable deferencia hacia la apreciación efectuada previamente por aquellas, a fin de minimizar el coste social de los eventuales errores (Doménech Pascual, 2018; 2021).

5.2. Estándares de prueba, discrecionalidad administrativa y deferencia judicial

En la literatura jurídica escrita en español hay pocos estudios específicamente dedicados a los estándares probatorios aplicables en el proceso contencioso-administrativo. Este es, sin embargo, uno de esos casos en los que las apariencias engañan. La cuestión de los estándares de prueba utilizados por los tribunales para revisar la legalidad de las actuaciones administrativas se confunde con —y a la postre ha quedado oculta por— una cuestión que sí ha sido objeto de incontables estudios doctrinales: la del grado de deferencia que los jueces muestran o han de mostrar hacia las decisiones administrativas cuando enjuician si estas se ajustan o no a derecho; o, dicho con otras palabras, la cuestión del margen de apreciación o discrecionalidad que las Administraciones públicas tienen para decidir (sobre esta cuestión, véase, por ejemplo, Bacigalupo Saggese, 2023).

Las dos cuestiones son sustancialmente coincidentes, si bien la jerga y los marcos conceptuales de los estudios que se han ocupado de cada una de ellas difieren notablemente entre sí. En un caso, se trata de precisar el umbral de evidencia o certeza a partir del cual hay que dar por probado un hecho al cual se asocia una determinada consecuencia jurídica. En el otro, de precisar el punto en el que termina el margen de apreciación o discrecionalidad de que la Administración dispone para actuar. Pero en el fondo se trata sustancialmente de lo mismo. El segundo caso es una especie del primero y puede ser planteado en términos equivalentes. La cuestión es precisar el punto de evidencia o certeza a partir del cual un tribunal ha de considerar probado un hecho determinante de la legalidad de la actuación administrativa enjuiciada.

5.3. Un modelo básico de los estándares de prueba en la revisión judicial de las decisiones administrativas

Puede comprobarse que el arriba expuesto modelo de Kaplow (2011; 2012; 2014) permite representar de manera razonablemente satisfactoria el problema al que suelen enfrentarse los jueces cuando enjuician decisiones administrativas, especialmente, cuando son discrecionales. Veámoslo.

Las autoridades administrativas pueden dictar actos ilegales (H) y actos legales (B). El problema es que, muchas veces, los jueces encargados de revisar la legalidad de estos actos no cuentan con la información suficiente para concluir con absoluta certeza que son del tipo H o B.

Con frecuencia, el legislador delega en las Administraciones públicas la adopción de ciertos actos precisamente porque estas poseen mejores recursos materiales y personales (más tiempo, más información, mejores conocimientos, etc.) para tomar decisiones acertadas en el ejercicio de las correspondientes potestades, es decir, para identificar eficientemente los actos B y H, escoger los B y desechar los H. La pega es que, en no pocas ocasiones, las autoridades administrativas competentes prefieren adoptar actos H antes que actos B, pues aquellos les reportan más beneficios privados que estos. Tales autoridades suelen tener mejor información y mayor capacidad, pero peores incentivos, que los tribunales para tomar decisiones beneficiosas para el conjunto de la sociedad.

Supongamos que, en el momento de dictar sentencia, el juez que conoce del recurso interpuesto contra un acto administrativo dispone de una cantidad e de evidencia probatoria que indica la probabilidad de que este sea lícito (B) o ilícito (H). Cuanto mayor es esta evidencia, mayor es la probabilidad de que sea ilícito.

La cuestión fundamental que aquí se plantea es determinar el umbral de evidencia ē a partir del cual los tribunales deben estimar probado y declarar que el acto administrativo recurrido es ilícito, lo cual lleva asociada una consecuencia jurídica costosa (una «sanción») para el agente público artífice del acto. Este estándar de prueba marca también el margen de discrecionalidad que la Administración tiene para decidir o, dicho con otras palabras, el grado de deferencia que los jueces deben mostrar hacia las decisiones administrativas objeto de revisión. Estos deben darlas por válidas a menos que la evidencia disponible en cada caso (e) exceda de ē.

Si ē se fija en el punto 0, los tribunales deben declarar siempre que los actos administrativos impugnados son ilegales, pues entonces e nunca puede ser inferior a ē. Todas las sentencias son anulatorias. En este punto, los jueces no cometen ni un solo falso negativo (no califican como lícitos actos que en verdad son ilícitos), pero a costa de maximizar el número de falsos positivos en los que incurren (al calificar como ilícitos actos que en realidad son lícitos).

Estos falsos positivos tendrán seguramente un efecto desalentador sobre la conducta de la Administración. Al asociar una «sanción» a la adopción de actos legales, las sentencias que estiman erróneamente los correspondientes recursos reducen los beneficios netos esperados que para las autoridades competentes implica adoptar tales actos. Lo cual determinará que estas dicten menos actos conformes a derecho de los que dictarían si los tribunales no cometieran este tipo de errores.

A fin de reducir los falsos positivos y las perniciosas consecuencias que estos conllevan, cabe elevar ligeramente el estándar ē (o, lo que viene a ser lo mismo, ampliar el margen de discrecionalidad otorgado a la Administración). Esta elevación incrementará el número de actos administrativos lícitos dictados. La magnitud del incremento dependerá de dos variables. Por un lado, de la cantidad de actos administrativos lícitos que se encuentran entre el antiguo margen de discrecionalidad y el nuevo; o, dicho de otra manera, dependerá de la probabilidad de observar una evidencia cercana a dicho estándar ē cuando la Administración ha dictado un acto lícito [P(e|B)]. Por otro lado, también dependerá del efecto desalentador que produce cada sentencia que declara la ilegalidad de un acto en verdad legal. Este efecto desalentador, denotado con la letra C, está en función, a su vez, de otros factores (tales como los costes que para el artífice del acto administrativo legal supone su anulación) de los que aquí podemos hacer abstracción. Si cada acto administrativo lícito produce un beneficio social de L, el beneficio social agregado resultante de elevar el estándar ē será P(e|B)CL.

La elevación del estándar de prueba ē tendrá, sin embargo, también un efecto perjudicial, pues incrementará el número de falsos negativos, es decir, de los casos en los que los tribunales estiman erróneamente que el acto impugnado es legal, cuando en realidad es ilegal. Estos errores reducen la eficacia disuasoria de las «sanciones» que los tribunales imponen a la Administración por dictar actos ilegales. Cuanto más numerosos son esos errores, menor es el coste esperado que para la Administración se deriva de actuar contra legem y, por lo tanto, más rentable le resulta actuar de esta manera.

La elevación del estándar ē incrementará, pues, el número de actos administrativos ilegales. La magnitud del incremento dependerá de dos variables. Por un lado, de la cantidad de actos administrativos ilícitos que se encuentran entre el antiguo margen de discrecionalidad y el nuevo; o, dicho con otras palabras, dependerá de la probabilidad de observar una evidencia cercana a dicho estándar ē cuando la Administración ha dictado un acto ilícito [P(e|H)]. Por otro lado, dependerá también del efecto incentivador que produce cada sentencia que declara la legalidad de un acto en verdad ilegal. Este efecto incentivador, denotado con la letra D, está en función, a su vez, de otros factores (tales como los costes que para el artífice del acto administrativo ilegal hubiera supuesto su anulación) de los que aquí se hace abstracción. Si cada acto administrativo ilícito produce una pérdida de bienestar social de G, el coste social agregado derivado de elevar el estándar ē será P(e|H)DG.

Así las cosas, el estándar ē debería elevarse si los beneficios de la elevación superan a sus costes, es decir, si:

P(e|B)CL > P(e|H)DG

O, expresado de otra manera, si:

Supongamos además que D, G, C y L son constantes (no dependen de la evidencia disponible en cada caso) y la ratio es creciente cuando e se incrementa. Ambas suposiciones son razonables e implican que, al elevarse ē, la proporción entre el número de falsos positivos que la elevación evita y el número de falsos negativos que esta genera disminuye. Llegará un punto, pues, en el que los beneficios de incrementar ē serán iguales a sus costes, . Ahí se encuentra el estándar óptimo de prueba, el grado de deferencia que los tribunales deberían mostrar hacia las decisiones administrativas objeto de revisión.

5.4. Algunas implicaciones de los modelos expuestos

De estos modelos pueden extraerse algunas ideas importantes, que explican reglas aplicables en el derecho administrativo.

Debe resaltarse, en primer lugar, la relevancia de la proporción existente entre el coste de un falso positivo y el de un falso negativo (). En derecho penal, según hemos visto, esa proporción es muy alta (pongamos, a título ilustrativo, ). El coste de condenar a un inocente es mucho mayor que el de absolver a un culpable. Ello explica que el estándar de prueba establecido para dictar sentencias penales condenatorias («más allá de toda duda razonable») sea muy elevado. El estándar ē tiene que aumentar mucho para que crezca lo suficiente con el objeto de igualarse a , cuyo valor es muy alto.

En el derecho civil, el coste de los falsos positivos suele ser aproximadamente el mismo que el de los falsos negativos, lo que explica que el estándar de prueba normalmente utilizado para estimar una demanda («probabilidad preponderante») sea mucho más bajo que el empleado en el derecho penal para condenar. No hace falta elevar mucho el estándar ē para que la proporción crezca lo suficiente con el objeto de igualarse a , pues esta proporción tiene un valor mucho más bajo que en el ámbito penal (pongamos, por ejemplo, ).

En el derecho administrativo, hay seguramente una gran diversidad en este punto (Medina Alcoz, 2016). En algunos casos, cabe razonablemente pensar que la proporción entre el coste de los falsos positivos y el de los falsos negativos se acerca a la existente en el derecho penal. Esto es seguramente lo que sucede en el derecho administrativo sancionador, especialmente cuando se trata de sanciones cuya ejecución genera costes sociales elevados. Más adelante volveré sobre este punto.

En otros casos, la proporción se acerca a la típica del derecho civil y, por lo tanto, el estándar de prueba óptimo debería ser también próximo al de la «probabilidad preponderante». Cabe razonablemente pensar que este es el caso de los procedimientos de recaudación tributaria.

Finalmente, en ocasiones, el coste de un falso negativo es muy superior al de un falso positivo, en cuyo caso el estándar de evidencia óptimo ē ha situarse —y, de hecho, se sitúa— en un punto muy bajo. Es decir, se requiere muy poca evidencia «inculpatoria» para imponer una consecuencia desfavorable a una persona que ha cometido o podido cometer un acto ilegal o dañoso.

Sería el caso, por ejemplo, de muchas medidas de policía que los agentes de la Administración pueden adoptar en vías, lugares o establecimientos públicos con el objeto de prevenir infracciones o descubrir y detener a quienes hubiesen participado en su comisión: paradas e identificación de personas; registro de vehículos; control superficial de efectos personales; cacheos, etc. (Mungan, 2018; Bachmaier Winter, 2023). La mera existencia de sospechas o «indicios» pueden bastar para adoptarlas 4. Es más, en ocasiones, ni siquiera hacen falta sospechas o indicios especiales. Nótese, por ejemplo, que todos los pasajeros que pretenden subir a un avión comercial han de someterse a un control policial de sus efectos personales, a pesar de que la probabilidad de que vayan a cometer un acto dañoso sea bajísima a la vista de la evidencia disponible. La razón es que el coste de un falso positivo es aquí muy inferior al de un falso negativo.

5.5. Otros modelos

Hay modelos similares a los expuestos que permiten explicar reglas o hacer predicciones que no se derivan de estos. Nótese que, en el modelo de Kaplow (2014), el coste de los falsos positivos (CL) y el de los falsos negativos (DG) constituyen variables exógenas, están dadas. El modelo no explica ni pretende explicar de qué depende su magnitud.

En cambio, el objetivo y la utilidad de otros modelos es, precisamente, explicar por qué y en qué medida el coste de los falsos positivos es ceteris paribus superior al de los falsos negativos. Como ya hemos visto, en Rizzolli y Saraceno (2013) se pone de manifiesto que ambos tipos de errores reducen igualmente el efecto disuasorio de la norma penal. Es decir, CL = DG. Las condenas erróneas minoran el atractivo de cumplir la ley, mientras que las absoluciones erróneas incrementan en la misma medida el atractivo de incumplirla. Pero solo las primeras generan, además, los costes que implica ejecutar la correspondiente sanción. Estos hacen que los costes de los falsos positivos sean superiores a los de los falsos negativos, lo que «empuja hacia arriba» el estándar óptimo de prueba con el fin de reducir el número de falsos positivos, a pesar de que así se incrementa en mayor medida el número de falsos negativos.

Este modelo también permite afirmar que, cuanto mayores sean los costes sociales que implica el cumplimiento de una sanción, mayor será la proporción entre el coste de un falso positivo y el de un falso negativo y, por lo tanto, más elevado será el estándar óptimo de prueba. Esto justificaría, por ejemplo, que el estándar de prueba establecido para imponer penas de prisión fuera más estricto que el previsto para imponer multas. El cumplimiento de una pena de prisión conlleva enormes costes, tanto para el penado como para el resto de la sociedad, que ha de sufragar el sistema penitenciario. La multa, en cambio, es una sanción que en principio no supone una destrucción de bienestar o riqueza, sino simplemente una transferencia de dinero entre el patrimonio de la persona multada y el del Estado. Ciertamente, esa transferencia implica costes de procedimiento y puede generar algunos perjuicios (por ejemplo, para la reputación del multado) adicionales a la pérdida de efectos disuasorios que conllevarían tanto un falso positivo como un falso negativo. Pero estos costes y perjuicios son seguramente muy inferiores a los que para el conjunto de la sociedad se derivarían del cumplimiento de una pena privativa de libertad igualmente disuasoria.

Esto justificaría que el estándar de prueba aplicable en el derecho penal sea, por regla general, superior al aplicable en el derecho administrativo sancionador (como ha defendido Letelier Wartenberg, 2018), en la medida en que i) las sanciones penales son típicamente privativas de libertad y conllevan costes reputacionales muy elevados, mientras que ii) las sanciones administrativas son típicamente multas y sus costes reputacionales son mucho más bajos. Sin embargo, no conviene generalizar demasiado. Lo relevante no es tanto la naturaleza penal o administrativa de la sanción, sino la magnitud de los costes sociales que la ejecución de cada concreta sanción entraña.

En el modelo de Kaplow (2014), tanto el poder disuasorio de las sanciones (D) como su poder desalentador (C ) son asimismo variables exógenas. El modelo no explica ni pretende explicar de qué dependen.

El modelo elaborado por Rizzoli y Stanca (2012), en cambio, ofrece una buena explicación de por qué C es normalmente superior a D, es decir, por qué el efecto desalentador de los falsos positivos es más intenso que el efecto incentivador de ilegalidades provocado por los falsos negativos. Recordemos. Si la gente fuera neutral frente al riesgo y las pérdidas, ambos tipos de errores reducirían en la misma medida la eficacia preventiva del sistema penal. Si, por el contrario, suponemos que los potenciales delincuentes son aversos al riesgo y a las pérdidas, entonces podemos concluir que las condenas erróneas reducen esa eficacia preventiva en mayor medida que las absoluciones erróneas. Esa aversión hace que la pérdida de bienestar que a una persona le ocasiona una condena injusta supere, ceteris paribus, el aumento de bienestar que esa misma persona experimenta en caso de que la absuelvan erróneamente. El hecho de que el efecto desalentador de un falso positivo sea más potente que el efecto incentivador de un falso negativo determina que el coste social de un error del primer tipo sea, ceteris paribus, superior al coste social de un error del segundo tipo. Esta circunstancia también «empuja hacia arriba» el estándar óptimo de prueba con el fin de reducir el número de condenas erróneas, a pesar de que así se incrementa en mayor medida el número de absoluciones erróneas.

Lo cual justifica que el estándar de prueba establecido para imponer sanciones, tanto penales como administrativas, no sea el de la «probabilidad preponderante» (estándar que defiende Letelier Wartenberg, 2018, como regla general, para las administrativas), sino uno más elevado, aun cuando los costes sociales directamente derivados de la ejecución de las sanciones sean inexistentes.

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* Este artículo se ha elaborado al amparo de los proyectos de investigación PROMETEU/2021/009 y PID2019-108745GB-I00, financiados respectivamente por la Generalitat Valenciana y el Gobierno de España.

1 En términos matemáticos, P(e|H) y P(e|B) son funciones de densidad de probabilidad

2 En el modelo de Kaplow (2014) se asume que la proporción crece siempre cuanto mayor es e. Por lo tanto, si la evidencia disponible en un caso es superior a la correspondiente al estándar de prueba en el que P(e|H ) = P(e|B), entonces, a la vista de aquella evidencia, P(e|H ) > P(e|B).

3 Sobre la conveniencia de tener en cuenta este teorema a la hora de hacer juicios de probabilidad en derecho, vid., a modo de ejemplo, Satorra y Salvador Coderch (2016). Sobre algunas críticas que se le han dirigido en el ámbito jurídico, vid., a título ilustrativo, Aliste Santos (2021).

4 Vid. los arts. 16, 17, 18 y 20 de la Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo, de protección de la seguridad ciudadana.