Quaestio facti. Revista Internacional sobre Razonamiento Probatorio
Quaestio facti. International Journal on Evidential Legal Reasoning
Sección: Ensayos
2023 | N. 4 pp. 39-60
Madrid, 2022
DOI: 10.33115/udg_bib/qf.i4.22783
Marcial Pons Ediciones Jurídicas y Sociales
© Jordi Nieva-Fenoll
ISSN: 2604-6202
Recibido: 04/07/22 | Aceptado: 16/08/22 | Publicado online: 08/10/22
Editado bajo licencia Reconocimiento 4.0 Internacional de Creative Commons

RÉQUIEM POR LA CARGA DE LA PRUEBA

Jordi Nieva-Fenoll

Catedrático de Derecho Procesal
Universitat de Barcelona
jordinieva@ub.edu

RESUMEN: La carga de la prueba es una institución propia del proceso romano-canónico medieval, ajena a los cuatro sistemas procesales romanos, que tendría que haber desaparecido con la introducción de la libre valoración de la prueba. Sin embargo, la inercia doctrinal y jurisprudencial en la utilización de los conceptos tradicionales, así como la conservación de un proceso bifásico —como el romano-canónico— en los sistemas de origen anglosajón, han favorecido la persistencia de una noción que, observada con objetividad, ha dejado de tener cualquier sentido práctico legítimo en los procesos judiciales actuales.

PALABRAS CLAVE: libre valoración, summary judgement, estándares de prueba, proceso formulario, proceso romano canónico.

REQUIEM FOR THE BURDEN OF THE PROOF

ABSTRACT: The burden of proof is a notion specific to the medieval Roman-canonical process, alien to the four Roman procedural systems, which should have disappeared with the introduction of the free assessment of evidence. However, the doctrinal and jurisprudential inertia in the use of traditional concepts, as well as the conservation of a biphasic process—like the Roman-Canonical one—in the systems of Anglo-Saxon origin, have favoured the persistence of a notion that, observed objectively, has ceased to have any legitimate practical sense in current judicial processes.

KEYWORDS: free assessment, summary judgment, standards of proof, formulary system, roman canonical process.

SUMARIO: 1. INTRODUCCIÓN.— 2. LA CARGA SUBJETIVA: UN CADÁVER VIVIENTE.— 3. LA CARGA OBJETIVA: UNA ACTIVIDAD JUDICIAL CON NOMBRE PROPIO.— 4. LA BURDEN OF PRODUCTION: UNA INSTITUCIÓN ÚTIL EN UN PROCESO ANACRÓNICO.— 5. LA BURDEN OF PERSUASION: UN DESEO IMPOSIBLE.— BIBLIOGRAFÍA.

1. INTRODUCCIÓN

Hace ya cuatro años que, con un temor y respeto inmensos, sugerí 1 por primera vez que la institución de la carga de la prueba debía ser abandonada tanto en su vertiente objetiva como subjetiva. Ni mucho menos era una conclusión original, dado que al menos Kohler (1904, p. 315 y ss) y Bar (1867, p. 46 y ss) habían apuntado en esa dirección hacía más de un siglo, como consecuencia inevitable de la introducción del sistema de libre valoración de la prueba. Hasta Rosenberg (1923, p. 30) vino a asumir esa conclusión en cuanto a la carga subjetiva y, en el fondo, también con respecto a la objetiva, aunque esto segundo fuera ajeno a sus intenciones (p. 55). Y no les faltaban argumentos a los abolicionistas; como veremos después, efectivamente, la carga de la prueba era incompatible con el sistema de libre valoración de la prueba (p. 30).

Pero sorprendentemente, tal vez por influencia de las erróneas aunque contundentes apreciaciones de la época realizadas por Wach (1872, p. 357) 2, formuladas además en tono áspero, y muy probablemente por simple inercia lingüística y conductual de profesores, abogados y jueces, la carga de la prueba sobrevivió como institución —tal vez más bien como expresión— en la jurisprudencia y en los manuales de derecho procesal. Sin embargo, aunque la doctrina sigue hablando habitualmente de la carga de la prueba en su acepción más primitiva —la subjetiva—, o bien de la objetiva «subjetivizándola» a través una especie de «reparto de riesgos» 3 —expresión confusa donde las haya—, lo que se está utilizando en los tribunales no es la carga de la prueba en realidad, dado que, por más que se la cite, su contenido genuino no se está aplicando en esa misma praxis judicial, sino que más bien se están usando reglas indiciarias, es decir, de valoración de la prueba, cubiertas bajo el manto solemne de la carga de la prueba 4. Sorprendentemente, ha quedado entre nosotros una especie de expresión fantasma que se refiere de manera errónea a algo que ya no existe, como cualquier fantasma con respecto a la persona que supuestamente evoca, por otra parte. Sin embargo, como digo, aún se menciona ese fantasma por simple comodidad o tradición, pero no porque sirva realmente para nada.

En las líneas que siguen, trataré de demostrar una vez más estas contundentes apreciaciones, aunque ya han sido objeto de confirmación total escrita por Michele Taruffo (2019); solo en la vertiente subjetiva por Jordi Ferrer (2019), y años antes de que yo las formulara, aunque solo en una mínima parte, por Barbosa Moreira(1988) 5, y únicamente en la vertiente objetiva por Luca Passanante (2020, p. 798 y ss.), entre otros. Además, las publicaciones que hasta ahora han existido sobre esta cuestión abolicionista y que defienden, pese a todo, la vigencia del concepto, han sido extraordinariamente prudentes 6.

Y es que, al final, aunque sea lo más sencillo y tópico, es imposible sustentar la existencia de una institución simplemente acudiendo a los argumentos ad antiquitatem, ad populum y ad verecundiam, tres falacias que pretenden confirmar que una conclusión es cierta simplemente porque «desde antiguo» la defiende «todo el mundo», incluyéndose a «autores de reconocido prestigio». Las cosas no son tan fáciles. Una conclusión se confirma científicamente cuando epistémicamente puede defenderse su corrección, así como cuando aparecen datos empíricos que corroboran su presencia, lo que hace obvio ese primer paso. Por ejemplo: la cosa juzgada existe porque los ordenamientos recogen una prohibición de reiteración de juicios que es perfectamente tangible en la práctica, y no porque la doctrina o la jurisprudencia hablen de ella. Al contrario, muchos ordenamientos hablan de carga de la prueba, pero la trascendencia empírica de sus palabras es nula más allá de una simple orientación indiciaria, como veremos después. En todo caso, una institución jurídica no puede sostenerse con la fe. Debe ser aprehensible. De lo contrario, acaba siendo la tetera de Russell (1952, p. 542), sorprendente analogía que, por cierto, puede formularse incluso a través de la lógica tradicional de la carga de la prueba, aunque nada tenga que ver con ella: debe probar la existencia de un concepto quien afirma su existencia, no quien la niega. Y esa es justamente la cuestión. Cuando se intenta probar la existencia de la carga de la prueba, se demuestra como un concepto innecesario. Con todo, también es posible, al menos en este caso, demostrar la inexistencia de la noción en el sistema de libre valoración, lo que da una pista, por cierto, de que la lógica propia de la carga de la prueba es simplemente aparente.

2. LA CARGA SUBJETIVA: UN CADÁVER VIVIENTE

La distinción entre carga objetiva y subjetiva de la prueba es ajena al proceso romano-canónico (Nörr, 2012, p. 127). Con todo, la carga subjetiva de la prueba es la única vertiente de esta institución que, pese a haber sido aislada científicamente en el siglo xix de forma algo artificiosa (Glaser, 1883, p. 85 y ss.), coincide con su sentido más primigenio. Parte de una base realmente muy rudimentaria: cada litigante del proceso debe aportar prueba de lo que afirma, porque de lo contrario perderá dicho proceso. Es tan rudimentaria que incluso puede hallarse la idea —no la institución— antes de la historia de Roma, en el mismísimo Código de Hammurabi 7, que disponía nada menos que la pena de muerte para quienes no trajeran sus pruebas al proceso 8. Es más que curioso que incluso con una disposición tan radical, nadie parezca haber afirmado que la carga de la prueba naciera en época de Hammurabi. Partiendo de esa misma base, aunque muy influida por la doctrina medieval, los autores clásicos 9 más próximos a nuestros días habían afirmado que el demandante debía probar los hechos constitutivos de la pretensión, y el demandado los impeditivos, extintivos y excluyentes 10.

Aunque se ha señalado lo contrario, la noción de carga de la prueba no proviene del proceso romano en ninguna de sus cuatro fases históricas. Kaser (1996, p. 363), aunque cita la institución, pasa sobre ella de puntillas. Prácticamente la excluye en el proceso de las legis actiones (p.118), y la menciona por primera vez en el período del proceso formulario, aunque no como una institución que aplique ningún iudex en la fase apud iudicem, ni siquiera ningún praetor en la fase in iure, sino como simple expresión de la idea básica de siempre: lo lógico es que cada parte pruebe lo que afirma, lo que no excluye —lo afirma explícitamente Kaser— que el iudex —o los iudices— pudieran aprovechar la prueba de la parte contraria para sustentar la posición de la contraparte (p. 364), como era lo lógico en este proceso fallado habitualmente por jurados (p. 151 y ss.) sin control alguno sobre una supuesta aplicación de la carga de la prueba, puesto que dicho control simplemente no existía. Se trata, por cierto, de una curiosa primera referencia al principio de adquisición (Chiovenda, 1923, p. 748).

Solo empieza a detectarse algo parecido a la institución que, a mi juicio, se produjo en época medieval, en el proceso de cognición clásico o cognitio extra ordinem. Kaser 11 hace referencia a la interlocutio que se habría ocupado —siempre según el autor— en ese proceso de la cuestión de la carga de la prueba. Sin embargo, es difícil decir si esa fugaz interlocutio a la que se refiere Kaser (1996, p. 493) hacía referencia a la admisión de la prueba —que es lo que parece 12— o a una supuesta aplicación de la carga de la prueba, que es tal vez lo menos probable, como explicaré enseguida. Finalmente, en el proceso posclásico, que es ya en el que se inspira directamente el proceso romano-canónico, Kaser (1996, p. 593) reconoce que la institución se vuelve confusa.

Lo que cuenta Kaser es sorprendente: una institución que apenas se vislumbra, que aparece de repente y luego casi se esfuma… Sin embargo, es posible que exista una buena explicación a esta especie de escapismo de la carga de la prueba. A mi juicio, no es que dejara de utilizarse una supuesta institución llamada carga de la prueba. Si se relee completo el título III del libro XXII del Digesto, se comprobará que no se está hablando en estos pasajes de carga de la prueba, sino más bien de lo que dice su título, de probationibus et praesumtionibus, es decir, de pruebas e indicios; dicho más simplemente: de libre valoración de la prueba, que era el sistema de valoración de la prueba vigente en esta época en Roma. Y es que en estos párrafos lo único que se hace es establecer una serie de reglas orientadoras de la libre valoración en casos concretos, citando los indicios más típicos en algunos de los procesos más frecuentes en la época, igual que se hace con respecto a los documentos en el título IV del mismo libro XXII e incluso con respecto a los testigos en el título V. Algunas de esas exposiciones indiciarias son, por cierto, las que sirvieron de base —o pretexto— en la Baja Edad Media para crear las normas de prueba legal 13, pero en absoluto eran entonces normas de prueba legal, puesto que en Roma, al menos indudablemente en época clásica, rigió siempre el sistema de libre valoración.

Aunque pueda parecerlo en una lectura más apresurada o, peor aún, excesivamente literal, no es que los juristas romanos dijeran realmente en estos párrafos quién tiene que probar, que es lo que se concluyó en época medieval con una interpretación, insisto, ultraliteral, muy propia de ese tiempo de escolasticismo. En realidad, lo que hacían esos juristas era solamente exponer los indicios más característicos de los procesos más difíciles, aplicándoles la lógica esencial de base, ya referida, de que quien afirma algo debe probarlo. En consecuencia, el título III —junto con el IV y el V— del Libro XXII del Digesto no es una pequeña monografía sobre carga de la prueba: es un simple tratado de indicios como los muchos, más extensos, que se escribieron después 14 y conforman una tradición que llega hasta nuestros días 15.

Pues bien, lo que según Kaser se volvió confuso no fue realmente la carga de la prueba: lo que sucedió es que, por pura lógica de los muchos casos diversos que debieron producirse en la práctica de varios siglos, cayeron en constante matización las reglas indiciarias orientadoras del juez que recogían esos títulos del libro xxii del Digesto, y que simplemente guiaban al juzgador sobre qué prueba practicar en cada proceso, así como quién era más probable que dispusiera de esa prueba.

Esas justamente son las reglas, siempre admonitorias en época romana —regía la libre valoración—, que la Baja Edad Media convirtió en normas de valoración legal al emplear el método escolástico, basado —hay que insistir en ello— tantas veces en la literalidad de los textos de autoridad 16. De hecho, cuando Kaser (1996, p. 598) afirma que fue Justiniano quien intentó volver a la tradición del período clásico en esta materia recuperando supuestamente la carga de la prueba, lo que hizo el emperador en realidad fue solo recordar la regla nemotécnica básica que se remontaba, como se ha visto, a Hammurabi al menos: el que afirma algo, debe probarlo 17: «quia semper necessitas probandi incumbit illi, qui agit»; o, como dijo Celso a inicios del siglo ii, «quod qui excipit, probare debeat» 18. Pero atiéndase bien a algo que también es importante: en el primer pasaje reproducido ya ni siquiera se habla de onus, sino de algo bastante diferente que desde luego no es una obligación: necessitas.

Por consiguiente, falta en las fuentes romanas una prueba de la existencia de la institución que hoy conocemos como carga de la prueba. En realidad, la noción se creó doctrinalmente en el proceso medieval del solemnis ordo iudiciarius 19. En ese proceso fruto de la glosa y comentario del Corpus Iuris Civilis, se concibió un procedimiento en el que tras una farragosísima fase previa (praeparatoria iudicii) (Nörr, 2012, p. 59 y ss.) que intentaba verificar la subsistencia del litigio y la inexistencia de defectos procesales —exceptiones dilatoriae—, se iniciaba una segunda fase con la litis contestatio (p. 109 y ss.), que no era la «contestación« de la demanda, sino el inicio de la celebración del proceso «cum testes», es decir, la proposición y práctica de la prueba. Ese falso amigo —contestatio-contestación— ha jugado alguna mala pasada a la doctrina en español en general 20.

Dejando ese último tema terminológico de lado, el hecho es que esa segunda fase se iniciaba con una demanda breve y con una contestación aún más breve, en la que simplemente se negaba lo solicitado por el demandante (Nörr, 2012, p. 110-111). Tras la prestación por ambas partes del juramento de calumnia —que podía concluir el proceso en sentido desfavorable a quien no lo prestara— (p. 112), empezaba la fase más importante del proceso. El demandante debía formular sus positiones, es decir, sus afirmaciones sobre los hechos, a lo que el demandado replicaba con sus responsiones, que eran también afirmaciones de hecho formuladas en su defensa (p. 116).

La lista de positiones y responsiones configuraban la hoja de ruta del devenir posterior del proceso (Nörr, 2012, p. 118), que era justamente la práctica de la prueba sobre esas positiones y responsiones. Formuladas ambas, sin solución de continuidad ni decisión judicial expresa —la interlocutio probationis solo se produjo en un estado muy inicial del proceso romano-canónico, y luego desapareció (p. 122)– cada litigante debía ofrecer prueba de cada uno de los hechos de su lista (p. 117, 122), siendo repartida así la carga de la prueba (p. 123). Si el demandante no lo hacía ya de entrada, el proceso debía concluir (p. 175), salvo que para cubrir su deficiencia probatoria solicitara el juramento de la parte contraria, que habitualmente debía prestarlo para no perder el proceso. Es este, el juramento, un disparatado resto que aún quedaba de las antiguas ordalías 21 y que, sorprendentemente, todavía está presente en varios países 22. Si, al contrario, el demandante ofrecía prueba y el demandado no ofrecía la suya, se tenía a este por confeso y el proceso igualmente concluía también. Había nacido así la carga de la prueba, el onus probandi, que se tomaba en consideración, como se ve, antes de la práctica de la prueba. Por tanto, si la pregunta es si en esta fase un litigante podía perder el proceso por no cumplir con la carga de la prueba de los hechos que había alegado, la respuesta es indudablemente afirmativa.

En ese momento casi concluía su papel la carga de la prueba —en una versión claramente subjetiva—, pero aún tenía una misión al final del proceso, que es la que probablemente ha despistado a la doctrina, mezclando la carga de la prueba y la valoración de la prueba en ese mismo proceso medieval. En aquel tiempo, recuérdese una vez más que los abogados se defendían en los procesos en la antes citada fase previa (praeparatoria iudicii), formulando sobre todo, insisto de nuevo, esas excepciones dilatorias con el objetivo de encontrar algún defecto procesal que paralizara la reclamación de la parte actora, así como analizando si estaban de acuerdo o no ambas partes en realidad, lo que podía favorecer no solo allanamientos o desistimientos, sino también acuerdos. Superada esa fase y llegados a la litis contestatio, la labor de los abogados consistía, por una parte, en denunciar que las positiones habían sido formuladas de manera poco clara (Nörr, 2012, p. 119) —es el antecedente de la excepción de defecto legal en el modo de proponer la demanda 23—, o bien que las responsiones suponían en realidad confessiones (p. 121), lo que hacía innecesaria la prueba. Pero fijadas ambas listas de hechos, los litigantes, como ya se ha dicho, ofrecían su prueba, cumpliendo así con el onus probandi. A la vez, en ese momento los esfuerzos se centraban también en objetar —«tachar», en castellano— testigos y documentos.

La razón de esas objeciones era muy clara. En aquella época, los jueces no escuchaban a los testigos (Nörr, 2012, p. 123) y en ocasiones ni siquiera leían los documentos, pues eran con relativa frecuencia analfabetos 24. Al contrario, tal vez por la influencia del derecho germánico y su frecuentísimo recurso a testigos para confirmar —o atestar— actos jurídicos 25, no se valoraba su credibilidad escuchándolos, sino que simplemente se constataba que alguien estuviera dispuesto a confirmar con su juramento lo que decía el actor o el demandado, lo cual, desde una concepción netamente religiosa, tiene una lógica total. Con los documentos públicos pasaba lo mismo: un escribano o notario estaba dispuesto a confirmar su veracidad con su fe, que era otro modo de prestar un juramento.

Pero, como decía, el esfuerzo en esta fase estribaba también en tachar testigos y documentos, dado que no valorándose ni unos ni otros de manera libre —no había modo de hacerlo, pues se imponía el juramento—, simplemente se sumaban los medios de prueba que habían quedado subsistentes a cada parte y el proceso lo ganaba el litigante que hubiera obtenido un mayor número (Nörr, 2012, p. 190). Dicho de otro modo: vencía aquel que hubiera cumplido con su carga de la prueba poniendo un mayor peso probatorio en su respectivo plato de una imaginaria balanza procesal 26. En ese trance tenía gran importancia la distinción entre plena probatio y semiplena probatio (también llamada probatio summaria), dado que la primera tenía mayor valor —legal— que la segunda (Nörr, 2012, p. 129). La primera se cumplía habitualmente con una pareja de testigos, o un documento público, o un iuramentum veritatis (p. 115) —mucho más infrecuente que el de calumnia, que era sistemático y no tenía valor de prueba plena—, siendo así que alguien con diez (10) testigos y un (1) documento público poseía seis (6) pruebas plenas. Un solo testigo o un documento no público venía rebajado al valor de prueba semiplena, que pongamos por caso —aunque esto era variable 27— fuera la mitad. De ese modo, el litigante con diez testigos, un documento público, y un documento privado tenía seis (6) pruebas plenas y una (0,5) semiplena: 6,5. Si su contrincante había conseguido sumar doce testigos y dos documentos privados, poseía seis (6) pruebas plenas y dos (0,5+0,5) semiplenas, es decir, un resultado de 7. Ganaba el proceso. Y, por supuesto, en la aportación de la prueba el juez no tenía el más mínimo papel, salvo en el iuramentum veritatis, que podía ser ordenado por dicho juzgador en procesos espirituales y matrimoniales (Nörr, 2012, p. 115). Siempre juzgaba secundum allegata et probata (partium) 28. Aunque los jueces podían valorar la prueba de forma razonablemente libre (Nörr, 2012, p. 191), no era lo habitual, sino que lo más frecuente era el uso del sistema aritmético ya descrito. Así de absurdas eran las cosas entonces, como consecuencia, no solamente de la ya señalada influencia del derecho germánico, sino probablemente por una desconfianza con respecto al papel de los jueces propia de la época: no eran independientes al ser delegados de nobleza o realeza 29, y tenían no pocas veces una bajísima instrucción jurídica, como ya se dijo.

Todo lo anterior dejó de tener sentido con la (re-)introducción de la libre valoración de la prueba en el siglo xix, un auténtico iluminismo procesal, volviéndose así a un pasado romano en que la carga de la prueba tampoco existía realmente más que como mera descripción nemotécnica de algo simplemente lógico: quien afirma algo debe probarlo 30, por la sencilla razón de que no se pueden iniciar ni mantener procesos en el vacío, y mucho menos ganarlos.

Pero antes de concluir, para eliminar dudas hay que volver a hacer referencia a una importante afirmación que se recoge en el Digesto: «ei incumbit probatio qui dicit, non qui negat 31». La frase en cuestión debe ponerse en su contexto para ser debidamente interpretada. En primer lugar, obsérvese que el Digesto en ese pasaje no habla de onus probandi, como a veces se ha dicho citando esa misma frase, sino simplemente de probatio, lo que ya supone un primer hecho destacable. No es sino hasta unos cuantos números más allá del mismo título cuando el propio Paulo —también autor de la primera frase— sí pronuncia las palabras «onus probationis» 32, pero no parece que con ello esté refiriéndose a institución alguna, ni tan siquiera creándola. La palabra onus es de uso muy frecuente en el Digesto, referida a muy diversas obligaciones, responsabilidades o incluso misiones. Pero si se examina todo ese título iii del libro xxii, se comprobará que lo que hacen esos pasajes es simplemente establecer, como ya se dijo, un listado de indicios para diferentes procesos, señalando quién es más habitual que disponga de ellos, con el ánimo de ayudar al juez marcándole esa guía incluso con espíritu admonitorio. Pero en absoluto se está dando a luz toda una institución que supuestamente hubiera sido importante para un jurista romano. Por ejemplo, cuando el Digesto se refiere a la res iudicata 33 o a la actio constantemente, o a la exceptio 34 o al interdictum 35 o a la appellatio 36, les dedica pasajes enteros que en el caso de la carga de la prueba están ausentes.

Todo ello contrasta extraordinariamente con las obras de derecho medieval, en las que el onus probandi no solamente está muy presente 37, sino que en no pocas ocasiones se aborda al inicio de las explicaciones sobre la prueba 38, coincidiendo también con el lugar temporal que tenía reservado durante el proceso, al inicio de la litis contestatio. Bien parece que los juristas medievales, apoyándose —conviene repetirlo— en una lectura escolástica, siempre exageradamente literal, del Corpus Iuris Civilis, crearon una institución que tenía sentido en su época pero que no había existido en realidad en Roma. Y ello influyó en la doctrina más moderna. Con frecuencia se intentan identificar hechos o lógicas del presente buscándolas en el pasado, ignorando que el pasado hay que interpretarlo en su contexto como algo completo, sin auxiliarse del futuro, que le es completamente ajeno. Se pueden hacer viajes en el tiempo en la historia del derecho de atrás hacia adelante hasta nuestros días, pero intentarlos de adelante hacia atrás, aunque es sumamente evocador, es como tratar de identificar instituciones jurídicas europeas en el derecho tradicional amazónico, o al revés. Siempre habrá elementos que se parezcan, pero no serán habitualmente comunes.

Por tanto, llegamos al siglo xviii con una institución, el onus probandi, que existía en el sistema probatorio de entonces: el legal. Pero de repente, justamente para romper con el sistema legal, alguien sugirió copiar el modo de hacer de los jurados ingleses, dando origen a la lucha por la reconquista de la libre valoración de la prueba, que había quedado arrinconada en la Baja Edad Media por los estudiosos de Bolonia. Ese alguien fue, como es sabido, Jeremy Bentham 39.

Bentham, en una línea parecida a Beccaria 40, había sugerido que los jueces viesen y escuchasen a los testigos 41, juzgando según su íntima convicción 42 los jurados en su país. A Bentham le hicieron caso en primer lugar en Francia 43. En consecuencia, ya no había que sumar testigos, sino escucharlos; ya no había que sumar documentos, sino leerlos. Y, de ese modo, ya no podía valer más lo que dijeran dos testigos que lo que dijera uno, pues todo dependía de la credibilidad que les atribuyeran los jueces. Y de ese modo, al valorarse la prueba de forma libre, ya no podía fallarse el pleito observando qué parte había «cumplido con su carga de la prueba», porque las pruebas aportadas por ambos litigantes ya no eran simplemente sumadas por separado, dando por obvio que las pruebas aportadas por cada uno los beneficiaban indudablemente. Ahora podía ser que una prueba aportada por una de las partes pudiera beneficiar a la otra, lo que no solamente inauguraba la presencia de lo que Chiovenda (1923, p. 748) llama «principio de adquisición», sino que hacía inútil la aplicación de la lógica de la carga de la prueba, al menos en su vertiente subjetiva. La prueba iba a valorarse libremente con independencia de quién la había aportado. Y se dejaban de establecer absurdos apriorismos en cuanto al cumplimiento de la carga al principio del proceso. La prueba se valoraba en su conjunto (§286 ZPO) 44, y se daban por probados los hechos que el juez pudiera motivar que eran reales, a la luz de la prueba practicada. Lo mismo que hacían los jurados ingleses, pero motivando, y no fiándolo todo a su buen criterio (the best of their knowledge) (Blackstone, 1768, lib. III, p. 374-375), esa intime conviction, como lo tradujeron los franceses.

Todo ello convirtió en absurdas las inversiones de la carga de la prueba, los aligeramientos de esa misma carga (Rosenberg, Schwab y Gottwald, 2011, p. 770) o la facilidad probatoria (Bentham, 1823, lib. VII, p. 163) 45, base inicial, por cierto, de la clásica distribución de la carga de la prueba, y también, por descontado, de esa nostálgica formulación moderna que es la llamada carga dinámica de la prueba (Peyrano, 2008, p. 13, 19 y 75 y ss.). Todas ellas son reacciones de la doctrina y de la jurisprudencia para intentar conservar en vano la vigencia de una institución que había dejado de tener sentido, alterando por completo su planteamiento original; y todas —inversiones, aligeramientos, facilidad, carga dinámica— son situaciones identificadas en su mayoría por la jurisprudencia donde se prevé que una de las partes, habitualmente —aunque no siempre— vulnerable, va a experimentar dificultades para defenderse en el proceso al no tener acceso fácil a las pruebas. De ese modo se le otorga una credibilidad inicial a su versión, aunque no esté demasiado —o casi en absoluto— fundamentada con pruebas, y se le advierte a la contraparte de que debe esforzarse más de lo habitual para demostrar lo que dice, o bien que debe desclasificar pruebas que tenga a su alcance, puesto que si no lo hace, aunque no se diga de este modo tan gélido o desagradable, se fallará el proceso en su contra ya que se entenderá que las oculta porque favorecerían a su contrincante. Es decir, se estima que la deficiencia probatoria de un litigante, que podría abastecerse fácilmente de esas pruebas, significa que está manipulando la realidad en su beneficio procesal, ocultando indicios. Y, en consecuencia, partiendo de lo que es un simple indicio de ocultación, se le condena. Pero todo ello no es carga de la prueba, sino que se trata de la valoración de un indicio, de ese indicio de ocultación. Es decir, se trata de valoración de la prueba. Libre valoración de la prueba.

En conclusión, la libre valoración de la prueba, con su inherente principio de adquisición, convierte en obsoleto el estudio de la carga subjetiva de la prueba, que en consecuencia debe darse por superado doctrinalmente. Veamos si, pese a ello, la otra acepción de la carga de la prueba, la objetiva, puede conservar alguna vigencia.

3. LA CARGA OBJETIVA: UNA ACTIVIDAD JUDICIAL CON NOMBRE PROPIO

Como se ha podido observar en la explicación anterior, en el proceso del solemnis ordo iudiciarius se mezclaban consideraciones de valoración y reparto de la carga de la prueba al menos en dos momentos. Al inicio del proceso, cuando se declaraba perdedor a quien no ofrecía prueba, o toda la que tenía le era objetada; y al final del proceso, cuando se pesaba la aportación de cada parte acudiendo a los más antiguos estándares probatorios que se conocen: probatio plena y semiplena probatio. Esa actividad de pesar las pruebas, propia del régimen de prueba legal, sustituía a la libre valoración de la prueba. En realidad, podría decirse que ese pesar las pruebas, esa valoración legal de la prueba, no era en verdad valoración alguna, sino simple aplicación de la carga de la prueba. Cada parte había cumplido o no con la suya en mayor o menor medida. Y en función del resultado aritmético, se decidía. Muy absurdo, como se ha dicho, pero muy sencillo de aplicar en la práctica: por eso tuvo éxito. Al final, la práctica —como pura y lógica autodefensa frente a la carga de trabajo de los tribunales— busca las soluciones más simples y que menos esfuerzo supongan, siempre que a la vez resulten aparentes.

Con esta explicación de lo sucedido se comprende que no fue muy difícil la confusión de conceptos y el surgimiento, algo inopinado no obstante, de la carga objetiva de la prueba. Apareció doctrinalmente en el proceso penal (Glaser, 1883b, p. 364), ante la constatación evidente de que en ese proceso no se puede aplicar la carga subjetiva de la prueba, puesto que el reo no tiene obligación de probar nada y el ministerio público, de hecho, ni siquiera tiene que probar la acusación, al contrario de lo que se piensa, sino simplemente contribuir al esclarecimiento de los hechos averiguando los vestigios de cargo, pero también de descargo, relacionados con el delito objeto del proceso. De ese modo, la labor del ministerio público es ajena a la institución de carga subjetiva de la prueba. Su misión es simplemente colaborar para que se averigüe la verdad. En realidad, como se afirma pacíficamente en la doctrina alemana desde hace tiempo, no es una parte del proceso 46.

Glaser (1883b, p. 364) estimó, no obstante, que persistía otra variedad de la carga de la prueba, que era la consideración de los antiguos estándares para averiguar qué hechos resultaban probados y cuáles no, alcanzando esos niveles probatorios, que en el proceso penal, para declarar la culpabilidad, suponía un estándar nuevo, la probatio plenissima (1883b, p. 364) superior a la probatio plena y que en parte intentó reflejar en Inglaterra el beyond any reasonable doubt 47, aunque su concreción es muy compleja y, de hecho, fue probablemente el primer atisbo de liberación judicial de las ataduras del sistema de prueba legal en beneficio de la libre apreciación de la prueba, al menos en parte. A esa consideración de determinación de los niveles o estándares probatorios la llamó Glaser (1883b, p. 364) «carga objetiva de la prueba». Al fin y al cabo, era la fase final de la consideración del onus probandi medieval en el sistema de prueba legal, determinando si, aunque el litigante hubiera aportado pruebas efectivamente y hubiera cubierto así la carga subjetiva, lo había hecho de forma suficiente.

En el sistema legal, esa cuestión se respondía sumando, pesando, por lo que era fácil confundirla con la carga subjetiva de la prueba, dado que ambas se orientaban hacia un mismo objetivo: decidir el vencedor del proceso de manera automática. Pero cuando del sistema legal se pasa al sistema de libre valoración, todo cambia, puesto que ya no se pesa, sino que se sopesa, que es muy diferente. Sin atender a cómodos automatismos ni a confortables prejuicios, el juez debe evaluar los indicios que le ofrece la práctica de la prueba buscando así materiales que le permitan motivar por qué cree que un resultado probatorio es creíble. Pero eso ya no es carga de la prueba, sino que esa evaluación de los indicios es pura y simplemente la valoración de la prueba, que el juez va a ir realizando simultáneamente mientras percibe los resultados probatorios fruto de la práctica de la prueba, porque humanamente no es posible primero percibir y luego valorar. Se percibe porque se valora. No se puede percibir sin valorar. Lo que no se valora, se pasa por alto. Simplemente no se percibe, como confirma la psicología cognitiva 48.

Por tanto, no es que esa actividad de valoración no exista. Es que llamarle carga de la prueba, aunque tenga una evidente explicación histórica, es actualmente desacertado, confuso y sobre todo altísimamente desorientador porque, desconociendo el funcionamiento del antiguo proceso medieval, es muy fácil incurrir en confusión sobre el contenido de la noción.

Cuestión diferente es si esa actividad de valoración debemos encaminarla por los raíles de los estándares probatorios —semiplena probatio, plena probatio, probatio plenissima—, como hizo el sistema de prueba legal, o debemos dejarla en completa libertad del juez, como manda el sistema de libre valoración. En este sentido, los intentos de reconducir esta materia a una lógica de estándares (Ferrer Beltrán, 2021, p. 109 y ss.), o han sido muy polémicos 49 o bien se refieren simplemente a frases que tratan de guiar generalmente la mera intuición de órganos judiciales que no motivan: los jurados (Wigmore, 1904, p. 3543-3544). La eficacia orientadora de esas hermosas frases para transmitir su contenido —probable cause, preponderance of evidence, clear and convincing evidence, beyond any reasonable doubt— es más que discutible y, en el caso del jurado, imposible de analizar a posteriori ante la ausencia de motivación de los jurados 50.

Con todo, sí puede ser conveniente la aplicación del método en el que se basa la configuración de esos estándares, que fundamentalmente es la probabilidad inductiva (Cohen, 1977, p. 121 y ss.), que constituye un excelente modo de dirigir la práctica de la prueba, no centrando toda esa actividad en una sola hipótesis, sino también en las otras hipótesis que hayan aparecido como posibles a fin de descartarlas. Todo ello conlleva, no obstante, una inevitable subjetividad en el planteamiento de las hipótesis y hasta en la valoración de su resultado, pero que esa subjetividad se encauce a través de un método no es algo rechazable, sino conveniente. Diferente es que se pretenda alcanzar umbrales probatorios a partir de ese método. Dada su inherente subjetividad, el cálculo de esos umbrales, o bien se objetiva de forma radical, como en el régimen de prueba legal, o bien se convierte solamente en un desiderátum imposible. No es realmente factible defender con razones sólidas que un acaecimiento del pasado enjuiciado en el proceso —esto es, un hecho objeto de prueba— sea con total exactitud más o menos probable que otro, puesto que al no haber presenciado el juez esos hechos ni conocido todas sus circunstancias, las conclusiones no son más que hipótesis. No es como la demostración de la existencia de agujeros negros o la eficacia de un medicamento. En el proceso solamente podemos reconstruir trazos de realidad, pero jamás confirmarla más allá de toda duda razonable, por más que se repita la frase. Lo que sí podemos hacer es tratar de minimizar esas dudas, que es lo que nos pide semejante estándar. Sin embargo, reconstruir hasta ese altísimo punto la realidad no es verdaderamente factible. En el proceso siempre caminaremos sobre una versión declarada, probada como sobre ascuas. Podremos explicar por qué hemos arrinconado las inevitables dudas sobre una versión de los hechos. Pero igual que le sucede a un historiador 51, jamás podremos afirmar que fue eso y solo eso lo que sucedió. Es tal vez decepcionante, pero los seres humanos tenemos limitaciones, y esta es una de ellas. Quién sabe si en el futuro encontraremos la manera de confirmar hechos extraprocesales con una eficacia parecida a la que podemos obtener para corroborar la existencia del bosón de Higgs. Ojalá llegue ese momento, pero de momento es ciencia ficción.

4. LA BURDEN OF PRODUCTION: UNA INSTITUCIÓN ÚTIL EN UN PROCESO ANACRÓNICO

Causa mucha sorpresa que cuando nos acercamos a los sistemas anglosajones, distintos entre sí pero con tanto, tantísimo, en común entre ellos, nos topamos de nuevo con la carga de la prueba. Y también tenemos dos variedades, la burden of production y la burden of persuasión, más allá de la burden of allegation, que evoca el antiguo sistema de positiones y responsiones y que, por el momento, dejaremos de lado. Además, sorprende también contemplar cómo la burden of production es coincidente con la carga subjetiva de la prueba 52, en su versión influida por el principio de facilidad probatoria/vicinanza probatoria (Besso-Marcheis, 2015), siendo la burden of persuasion coincidente con la carga objetiva (Dennis, 2013, p. 441). ¿Qué ha sucedido?

Lo que ha ocurrido es algo simple pero poco asumido. No solo es que los juristas ingleses estudiaran prioritariamente y en profundidad el derecho romano al menos hasta finales del siglo xviii 53, sino que el derecho inglés también conoció el proceso romano-canónico del solemnis ordo iudiciarius 54, y si bien discurrió por caminos en parte diferentes como consecuencia sobre todo de la fase de trial ante jurados, en realidad la estructura procesal dividida en dos fases —pretrial y trial— de los sistemas anglosajones, recuerda poderosamente, no ya a la praeparatoria iudicii y a la litis contestatio de aquel proceso medieval configurado por los glosadores y comentaristas de Bolonia, donde también estudiaron ingleses en la Edad Media 55, sino incluso más bien a las fases in iure y apud iudicem del antiguo proceso formulario romano. De hecho, la fase in iure se celebraba ante un praetor, y la apud iudicem habitualmente ante jurados (Kaser y Hackl, 1996, p. 192-197). Igual que el pretrial (ante un juez) y el trial (ante un jurado) en EE. UU. Igual que la diferencia entre barrister y solicitor es muchísimo más fiel al modelo procurator/advocatus en el sistema inglés, pero esa es otra cuestión.

Lo que quiero decir es que el actual proceso de inspiración anglosajona tiene una estructura extraordinariamente antigua a la que sus usuarios parecen encontrarle utilidad, aunque sea altamente discutible. Todo empieza con una larguísima (Andrews, 2013, vol 1, p. 21) fase de pretrial —como larguísimos también eran los praeparatoria iudicii— en la que se intenta sobre todo negociar, igual que en el solemnis ordo iudiciarius se pretendía comprobar si subsistía el litigio. Pero, además, en esta fase existe algo de la antigua fase preliminar de la litis contestatio: las positiones y las responsiones, es decir, la claim y la defense que el juez intenta entender exigiéndoles a las partes que cumplan, cómo no, con la burden of production, es decir, con la carga —subjetiva— de la prueba. Y vaya que si lo hacen, porque en caso de no cumplir, es posible que el juez diga que el caso no tiene prospects of success para la parte que no cumplió con su burden, siempre según su criterio 56. Y así puede dictar un summary judgement en su contra para evitar el trial 57. De ese modo, discurren las partes: aportando documentos y más documentos, citando testigos y haciéndoles affidavits, al más puro estilo medieval de ratificación de los testigos sin verlos ni oírlos. En este sistema sí tiene pleno sentido, por tanto, el onus probandi, la carga subjetiva de la prueba, la burden of production. Pero qué sentido…

En consecuencia, nos encontramos con un sistema que teóricamente utiliza la libre valoración de la prueba, pero que ha conservado unas facultades judiciales absolutamente inquisitorias en el pretrial, en ese proceso supuestamente adversarial… ¿Cuál es la explicación de todo ello? Sería largo de concretar y merecería una investigación más profunda, pero desde luego el terror a impredictibilidad del jurado (Hans y Eisenberg, 2011, p. 375), y por supuesto al summary judgment (Robertson, 2012-2013, p. 1219), han jugado un papel importante. Sin embargo, que se haya configurado así el proceso obedece a una lógica mucho más actual. El proceso judicial es un servicio público, lo que no se compagina bien con una lógica neoliberal que desea privatizarlo todo, también los litigios, a fin de que los más poderosos no se equiparen ante los ojos de un juez, sino que acaben sufriendo una terrorífica desigualdad en un terreno donde nadie los tutela: los medios alternativos de resolución de conflictos. Así surgen mediaciones ineficaces, cuyo único objeto es desgastar a base de tiempo y dinero al débil, arbitrajes en manos de instituciones arbitrales influidas por los grandes poderes económicos, o negociaciones en general donde los sujetos vulnerables tienen todas las de perder. En definitiva, el proceso judicial es una víctima, una más, del neoliberalismo, que ha hecho que el proceso mantenga instrumentos procesales medievales para que, lejos de los esquemas liberales del siglo xix, un tribunal vuelva a ser un espacio ajeno a la enorme mayoría de la población.

5. LA BURDEN OF PERSUASION: UN DESEO IMPOSIBLE

¿Y la burden of persuasión? (Dennis, 2013, p. 441) Poco más que una cuestión de fe. Una quimera. Un establecimiento de umbrales probatorios —probable cause 58, preponderance of evidence (Redmayne, 1999, p. 167 y ss.), clear and convincing evidence (p. 187), beyond any reasonable doubt (Laudan, 2012, p. 29 y ss.)— idénticos respectivamente a: semiplena probatio, probatio summaria o probatio prima facie descompuesta en dos niveles; plena probatio; probatio plenissima. En definitiva, un simple remedo de antiguas realidades del sistema de prueba legal que, por fortuna, ya no existen.

La copia no ha sido realmente consciente, y por ello se han olvidado en el ámbito anglosajón casi todos los antiguos estándares probatorios medievales de los que provienen. Ni siquiera se citan, salvo la probatio prima facie (Herlitz, 1994-1995, p. 391), con exactamente el mismo sentido que tuvo en el proceso romano-canónico, es decir, la suficiencia inicial de prueba, observada a primera vista.

La cuestión por dilucidar es si detrás de esas frases, u otras similares, puede haber algo realmente científico, es decir, que escape de la simple intuición. Hay que comenzar diciendo que sin duda lo hubo, cuando se determinó exactamente, como se vio, lo que era la plena probatio y la semiplena probatio. Pero cuando se trata de salir de esquemas simplemente fosilizados para definir categorías epistémicas, las dificultades son máximas, rayando francamente con la imposibilidad. Puede perseguirse la tentativa de construir esos niveles basándose en la formulación plural de hipótesis propia de la probabilidad inductiva 59, pero esa formulación será más o menos completa en función del esfuerzo, la creatividad o incluso las ganas de quien realice esa labor, lo que introduce un elemento de máxima inseguridad que simplemente no es aceptable. Ya sabemos que cuando se trata de reconstruir unos hechos pasados, no podemos tener las confirmaciones típicas del mundo de la física o de la química, por falta de capacidad de contraste con otras hipótesis similares. De ahí que falle en este contexto el teorema de Bayes 60.

Sin embargo, también debe reconocerse que esa formulación creativa de hipótesis es lo que han hecho policías, fiscales y jueces a lo largo de toda su historia. Acudiendo a su experiencia vital y profesional, tratan de juntar las piezas de que disponen para crear un puzle que se corresponda con esa experiencia previa. Y lo hacen fundamentalmente acudiendo al heurístico de representatividad (Kahneman y Tversky, 1982, p. 33 y ss.), es decir, realizando un cálculo estadístico aproximado que puede ser bastante impreciso o incluso burdo, pues depende simplemente de su intuición gobernada por el uso de ese heurístico. Eso ha dado a los seres humanos sensación de justicia en muchas ocasiones a lo largo de milenios. Es hora ya de que encontremos algo mejor, sin insistir en el modelo inicial, ni siquiera pasándolo por el cedazo de la epistemología.

Hay situaciones en que, efectivamente, existen datos que confirman completamente un hecho, sin necesidad de entrar en más complejidades. Son más frecuentes de lo que parece, especialmente en el proceso civil, donde la prueba documental es la reina y donde hoy en día predomina gracias no solamente a los documentos escritos, sino también a la facilidad con que disponemos de nuestras comunicaciones por correo electrónico o mensaje, o incluso de grabaciones de cámaras de seguridad, o por lo sencillo que resulta corroborar la presencia de nuestros dispositivos electrónicos en un determinado lugar. Esos datos eran inconcebibles hace solo cuarenta años, a finales siglo xx, pero hoy contamos con ellos. Y, teniéndolos a nuestra disposición, no podemos seguir actuando como si no existieran, recurriendo predominantemente a la intuición, como tradicionalmente se hizo.

Además, existen pruebas científicas, biológicas sobre todo, que de unos restos que en el pasado eran inservibles, pueden decirnos mucho acerca de participantes en los lugares donde aparecieron. Las huellas de ADN son relativamente sencillas de conseguir en un contexto de criminalidad, y nos pueden confirmar la presencia de alguien que, de no estar relacionado con los hechos, se hace inconcebible que estuviera justamente en ese lugar.

Todo ello quiere decir que ya no tenemos que depender de evaluaciones intuitivas de la gestualidad o tono de unos testigos 61, y que incluso en muchas ocasiones, la enorme mayoría, podremos prescindir de esos testigos, cuyo testimonio siempre es un recuerdo borroso y muchas veces preparado por los abogados, lo que suprime su credibilidad, y ello sin contar con la precariedad intrínseca de nuestra memoria. Sin documentos ni pruebas científicas, es obvio que solo podíamos fiarnos de que alguien hubiera visto algo. Hoy ya no es necesario. Esos documentos y pericias son los mejores notarios de la realidad. Dicho con propiedad: jamás en la historia ha sido más accesible juzgar con mayores posibilidades empíricas —y no intuitivas— de justicia.

En consecuencia, el futuro de la prueba en el proceso no debe depender de precarios estándares que son poco más que un método de trabajo, pero que no pueden crear umbrales probatorios. Al contrario, el proceso, y más en concreto la prueba, debe abrazar la ciencia. La participación de economistas, biólogos, médicos y psicólogos tiene que ser muchísimo más frecuente en nuestros procesos, hasta el punto de no poder prescindir de ellos a la hora de valorar incluso la intencionalidad en el proceso penal, más allá de los hechos basilares del objeto del proceso. Hay que oficializar y normalizar su presencia, evitando que dependa de los alegatos del fiscal o de las partes.

Tras ello, el juez ya no será un ser omnisciente inspirado por la divinidad, que es lo que ha intentado ser desde Egipto (Decoeur, 2011), sino un simple gestor de las pruebas científicas que van acumulándose; un garante de derechos fundamentales, y un aplicador de las leyes a unos hechos determinados cada vez de forma más certera por la ciencia. Su apreciación personal, tantas veces intuitiva, no podrá depender ya de su convicción íntima, de lo mejor de su conocimiento, sino más bien de que sea capaz de recopilar correctamente los datos que le ofrezcan los expertos, con los que no deberá entrar en conflicto al no disponer de competencia científica para ello.

Todo ello nos iluminará un proceso nuevo, non secundum conscientiam, sed secundum probata peritorum. En el terreno de la prueba, solo será posible ejercer la defensa desacreditando con otros datos científicos esos pareceres.

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1 Nieva Fenoll, J. (2018); también publicado en Nieva Fenoll, Ferrer Beltrán y Giannini (2019, p. 23) y ss. Volví al tema en Nieva Fenoll (2020).

2 «Eine der größten Thorheiten der Reformjurisprudenz ist die Behauptung, die freie Beweistheorie führe zur Beseitigung der Grundsätze über Vertheilung der Beweislast. Sie beruht auf einer groben Verwechslung des inquisitorischen Princips des Strafprocesses, der Pflicht des Richters zur selbstthätigen Beschaffung der Beweise und der Emancipation von Beweisregeln bei Beurtheilung des von der Parteien gelieferten Materials. Die vielgehörte Erwägung, weil der Richter aus dem Ergebnis der ganzen Verhandlung unter Würdigung aller Umstände sich seine Ueberzeugung zu bilden habe, so kann nur noch darauf ankommen, ob bewiesen ist, nicht wer zu beweisen und beweisen habe, ist ein Trugschlug. Dem Richter kann es allerdings gleich sein, wer bewiesen hat, wenn bewiesen ist, aber nicht wer zu beweisen hatte, wenn nicht bewiesen ist. Die Sätze actore non probante reus absolvitur und reus excipiendo actor fit bleiben unerschüttert…». (Wach 1872, p. 357)

3 Barbosa Moreira J. C. (1988, p. 75). Cfr. Laumen H.W. (2009, p. 27).

4 Cfr. Laumen H. W. (2009, p. 102).

5 «Conforme bem se percebe, o primeiro aspecto (la carga subjetiva) desse conjunto de fenômenos tem relevância mais psicológica do que jurídica.» Barbosa Moreira J. C. (1988, p. 75).

6 Mitidiero (2020, p. 17). Ramos (2020) y, nuevamente, Passanante (2020 p. 798 y ss).

7 §§ 1, 7, 10, 11 o 13 del citado Código:

§1. Si una persona acusa a otra de haber cometido homicidio pero no consigue probarlo, el acusador será condenado a muerte.

§7. Si alguien manifiesta haber adquirido o recibido en depósito plata, oro, esclavo o esclava, buey, oveja o asno o cualquiera otra cosa, sin testigos ni contrato, será considerado reo de robo y condenado a muerte.

§10. Si el comprador no ha presentado al vendedor que le vendió la cosa, ni a los testigos en cuya presencia se efectuó la compra, y el dueño de la cosa perdida presenta testigos que atestigüen (la preexistencia de) la cosa (y el dominio) de dicho propietario, el comprador fue el ladrón: será castigado con la muerte. El propietario de la cosa perdida recobrará su propiedad.

§11. Si el propietario de la cosa perdida no presenta testigos que presten testimonio sobre dicho objeto, es un farsante, y puesto que denunció falsamente, será castigado con la muerte.

§13. Si los testigos del anterior denunciante no estuviesen localizables, los jueces le señalarán un plazo de seis meses. Y si al término del mismo no presenta sus testigos, será considerado un farsante y sufrirá en su totalidad la pena de este proceso.

8 Vid. Lara Peinado F. (1997, p. 6 y ss) y Sassoon, J. (2001, p. 40 y ss).

9 Cfr. Pothier, R. J. (1827, p. 436 y ss).

10 Entre otros muchos, Leipold (1997, p. 527).

11 También Passanante (2020, p. 803).

12 Vid. nuevamente Passanante (2020, p. 803). «In sostanza, la discrezionalità del giudice nella valutazione probatoria era anticipata nella fase anteriore alla pronuncia della Beweisinterlocut, nella quale venivano fissate le prove e distribuiti i relativi oneri. Successivamente la parte, portando nel processo la prova di cui era stata onerata, determinava direttamente il contenuto della sentenza del giudice

13 Vid. por ejemplo una de las más conocidas probationes plenae medievales: el doble testigo conforme: D. 22.5.12: «Ubi numerus testium non adiicitur, etiam duo sufficient; pluralis enim elocutio duorum numero contenta est».

14 Entre otros, Bruni, F. (1546),Hossfeld, F. (1665), Struve, G. A. (1666), y Hall, C. C. (1840).

15 Döhring, E. (1964), Muñoz Sabaté, Ll. (1967), (1992), (2008).

16 Colish, M. L. (1999, p. 25, 265-266, 319 y ss).

17 D. 22, 3, 21

18 D. 22, 3, 9.

19 Sobre el mismo Nörr, K. W. (2012, p. passim).

20 Entre otros muchos: «…que la litis contestación ha quedado establecida en los términos que expresan los resultandos anotados, según los cuales el demando afirma categóricamente que…» (Newton E. F., 1909, p. 275).

21 Vid. Patetta, 1890, p. 14-15.

22 Vid. por ejemplo arts. 2736 y ss del Codice Civile italiano y 233 y ss del Codice di Procedura Civile, también italiano.

23 Vid. por ejemplo el art. 424 de la Ley de Enjuiciamiento Civil.

24 Situación tolerada por las leyes (vid. Partida III, ley III, o NR, libro XII, título XXXII, ley III (D. Fernando y Dª Isabel, en la Instrucción de Corregidores de 1500, cap. 36)) que duró hasta nuestros días. Vid. Montero Aroca J. (1981, p. 91).

25 Vid. Eckhardt, K. A. (1953):

1. Si quis ad mallum venire contempserit aut quod ei a rachineburgiis fuerit judicatum adimplere distulerit, si nec de compositione nec ineo nec de ulla legem fidem facere voluerit, tunc ad regis praesentia ipso manire debet. Et ibi duodicem testes erunt qui per singulas vices tres jurati dicant, quod ibi fuerunt ubi rachineburgius judicavit, ut aut ad ineo ambularet aut fidem de conpositione faceret et ille dispexerit. Iterum alii tres jurare debent ut ibi fuissent illa die quando rachineburgii judicaverunt, ut aut per ineo aut per conpositione se educeret, hoc est de illa die in XL noctis in mallobergo iterum ei solem collocaverit et nullatenus legem voluerit adimplere. 2. Tunc eum debet manire ante regem hoc est in noctes XIV et tria testimonia jurare debent, quod ibi fuerunt ubi eum manivit et solem collocavit. Si nec tunc venit, ista novem testimonia jurati sicut superius diximus dicant. Similiter illa die si non venerit, collocet ei solem et illa tria testimonia qui ibi fuerunt ubi collocavit solem, iterum jurare debent. Tunc si ille qui admallat, ista omnia impleverit et qui admallatus est, ad nullum placitum venire voluerit, tunc rex ad quem manitus est, extra sermonem suum ponat eum. Tunc ipse culpabilis et omnes res suas erunt. Et quicumque eum aut paverit aut hospitalem dederit, etiam si uxor sua proxima, hoc est DC dinarios qui faciunt solidos XV culpabilis judicetur, donec omnia que imputatur conponat.

26 Vid. Jaumar y Carrera J. (1840, p. 48).

27 Nuevamente, Jaumar y Carrera (1840, p. 48).

28 Sobre el partium, me remito a lo tratado en Nieva Fenoll (2014b), (2014a).

29 «Maior iudex de his quae ad sui subditi iurisdictionem spectant, se intromittere non debet: nisi negligens fuerit, vel aliqui ante eum appellati» Azo (1567, p. 235-236). Nieva Fenoll (2017), también en Rivista Trimestrale di Diritto e Procedura Civile, (2019, 4, p. 1223 y ss.).

30 Cfr. Passanante (2020, p. 810).

31 D. 22.3.2.

32 D. 22.3.25.3: «In omnibus autem visionibus quas praeposuimus licentia concedenda est ei, cui onus probationis incumbit, adversario suo rei veritate iusiurandum ferre…»

33 D. 42.1; D. 44.2.

34 D. 44.1.

35 D. 43.1.

36 D. 49.1.

37 Bartolo de Saxoferrato utiliza con frecuencia la expresión onus probandi. Vid. Bartolo (1588, p. 468).

38 Azo (1610, p. 42). Duranti (1585, p. 618-619), Bulgari (1841, p. 91), reproducido en Wunderlich, A. (1841).

39 «… On remonte à l’origine de ces règles si gênantes et si peu raisonnables, de cette variété de tribunaux qui ont chacun leur système et qui multiplient si étrangement les questions de compétence, de ces fictions puériles qui mêlent sans cesse l’œuvre du mensonge à la recherche de la vérité. L’histoire de cette jurisprudence est le contraire de celle des autres sciences : dans les sciences, on va toujours en simplifiant les procédés de ses prédécesseurs ; dans la jurisprudence, on va toujours en les compliquant davantage. Les arts se perfectionnent en produisant plus d’effets par des moyens plus faciles ; la jurisprudence s’est détériorée en multipliant les moyens et en diminuant les effets» Bentham, J. (1823 t. II, p. 9).

40 «Se nel cercare le prove di un delitto richiedesi abilità e destrezza, se nel presentarne il risultato è necessaria chiarezza e precisione, per giudicarne dal risultato medesimo non vi si richiede che un semplice ed ordinario buon senso, meno fallace che il sapere di un giudice assuefatto a voler trovar rei e che tutto riduce ad un sistema fattizio imprestato da’ suoi studi» Beccaria, C. (1764 [1996], 45).

41 «Voyons maintenant quels sont les traits les plus éminents de cette procédure domestique ou naturelle. Le père de famille, dès qu’il s’élève une contestation entre les personnes qui dépendent de lui, ou qu’il est dans le cas de prononcer sur quelque contravention à ses ordres, appelle les parties intéressées à paraître devant lui ; il les admet à témoigner en leur propre faveur; il exige une réponse à toutes ses questions, même à leur désavantage; et il considère leur silence comme un aveu, à moins qu’il n’entrevoie des motifs qui peuvent engager l’innocent même à se taire. Il fait son interrogatoire sur le lieu même; la réponse est donnée immédiatement après chaque question, sans qu’on connaisse celle qui doit suivre. Il n’exclut aucun témoin: il écoute tout, en se réservant d’apprécier chaque témoignage; et ce n’est pas d’après le nombre, mais d’après la valeur des témoins, qu’il prononce. Il permet à chacun d’eux de faire son narré de suite, à sa manière , et avec les circonstances nécessaires pour la liaison du tout. S’il y en a qui se contredisent, il les confronte immédiatement, il les met aux prises l’un avec l’autre, et c’est de ce conflit que la vérité jaillira. Il cherche à arriver à une conclusion prompte, pour ne pas fomenter des germes de dissension dans sa famille; et parce que des faits récents sont plus aisément connus et prouvés, il n’accordera de délais que pour des raisons spéciales» Bentham, J. (1823, p. 13-14).

42 «Qu’est-ce qu’une fausse règle en matière de procédure? C’est une règle qui tend à mettre en contradiction la décision du juge et la loi; qui entraîne le juge à prononcer contre sa persuasion intime, à sacrifiquer le fond à la forme...» (Ibid., 5).

43 Ley de 16-21 de septiembre de 1791.

44 § 286 ZPO - Freie Beweiswürdigung:

(1) Das Gericht hat unter Berücksichtigung des gesamten Inhalts der Verhandlungen und des Ergebnisses einer etwaigen Beweisaufnahme nach freier Überzeugung zu entscheiden, ob eine tatsächliche Behauptung für wahr oder für nicht wahr zu erachten sei. In dem Urteil sind die Gründe anzugeben, die für die richterliche Überzeugung leitend gewesen sind. (2) An gesetzliche Beweisregeln ist das Gericht nur in den durch dieses Gesetz bezeichneten Fällen gebunden.

45 Vid. también De Fano, M. (1584, t. iv, p. 12, n. 3), Serra Domínguez M. (1991, p. 66-68), y Besso-Marcheis, (2015, p. 93 y ss.).

46 Peters, K. (1985, p. 164), Kleinknecht, T., Meyer, K. y Meyer-Goßner, L. (1995, p. 1440).

47 Whitman, J. Q. (2005, p. 193 y 202). Mueller, C. B. y Kirkpatrick, L. C. (2003, p. 130).

48 Vid. al respecto Manzanero, A. L. (2008, p. 31).

49 González Lagier, D. (2020), Dei Vecchi, D. (2020), Fernández López, M. (2007) y Gascón Abellán, M. (2005).

50 Ginther, M. y Cheng, E.K. (2018), Pardo, M. S. (2018). Risinger, D. (2018) y Kagehiro, D. K. y Stanton, C. (1985).

51 Vid. Calamandrei (1939).

52 Redmayne, M. (1999, p. 172) y Dennis (2013, p. 442).

53 Vid. Blackstone, W. (1768, p. 3 y ss).

54 Vid. Bracton, (1569, cap. VIII) y Gordon, W. (2007).

55 Nuevamente Bracton, H. (1569, p. cap. VIII).

56 Civil Procedure Rules. Part. 24. Summary Judgment.

57 También de manera parecida en EE. UU. Vid. Rule 56, Summary Judgment, Federal Rules of Civil Procedure.

58 IV enmienda de la Constitución de los EE. UU.

59 Es lo que intenta con encomiable esfuerzo Ferrer Beltran, J. (2021, passim).

60 Cfr. Edwards, W. Lindman, H. y Savage, L. J. (1963) y Finkelstein, M. O. (2009). Vid. ampliamente Taruffo, M. (2005).

61 Vid. Loftus, E. (1996). Mazzoni, G. (2015, p. 108 y ss). Manzanero, J. A. (2008, p. 141-143).