Quaestio facti. Revista Internacional sobre Razonamiento Probatorio
Quaestio facti. International Journal on Evidential Legal Reasoning

Sección: Iuris prudentia
2023 | N. 4 pp. 307-336
Madrid, 2022
DOI: 10.33115/udg_bib/qf.i1.22868
Marcial Pons Ediciones Jurídicas y Sociales
© Marianela Delgado Nieves
ISSN: 2604-6202
Recibido: 19/01/22 | Aceptado: 26/01/23 | Publicado online: 01/02/23
Editado bajo licencia Reconocimiento 4.0 Internacional de Creative Commons

IDENTIDAD DE GÉNERO, IDENTIFICACIÓN Y PRUEBA. Algunas reflexiones a propósito del caso SUP-JDC-304/2018 y acumulados*

Marianela Delgado Nieves

Investigadora, Departamento de Derecho Privado
Universitat de Girona

Resumen: La cuestión relativa a la identidad de género, en especial en aquellos casos en que difiere del sexo asignado al nacer, ha supuesto importantes debates en distintos campos. Uno de ellos es precisamente el del proceso judicial. Este texto tiene por objeto analizar el criterio adoptado por la Sala Superior del Tribunal Electoral de Poder Judicial de la Federación de limitar el objetivo de búsqueda de la verdad, en aras de proteger un conjunto de derechos fundamentales, cuando el objeto de la controversia gira en torno a la identidad de género de una persona. Al respecto, sostendré que no está justificado el sacrificio de tal objetivo, a menos a la luz de las consideraciones del tribunal. Asimismo, defenederé que, incluso admitiendo que lo está, dicho criterio enfrenta importantes problemas en materia de prueba que hacen dudar sobre la pertinencia de las reglas probatorias impuestas por el tribunal para ese tipo de casos.

Palabras CLAVE: identidad de género, reglas probatorias, objetivo de averiguación de la verdad, estereotipos de género.

Proving gender identity. Some reflections on the case SUP-JDC-304/2018 and others

Abstract: Gender identity, especially in cases where it differs from the sex assigned at birth, has led to important debates in different fields. One of them is precisely that of the judicial process. This text aims to analyze the criterion adopted by the Superior Chamber of the Electoral Tribunal of the Federal Judiciary to limit the objective of seeking the truth to protect a set of fundamental rights in those cases in which gender identity is questioned. In this regard, I will maintain that the sacrifice of such an objective is not justified, unless in light of the court’s considerations. Likewise, I will defend that, even admitting that it is, said criterion faces significant problems in terms of evidence that cast doubt on the relevance of the evidentiary rules imposed by the court for this type of dispute.

Keywords: gender identity, truth, gender stereotypes.

SUMARIO: 1. INTRODUCCIÓN.—2. EL PUNTO DE PARTIDA. LA DEFINICIÓN ACERCA DE LA ADMISIBILIDAD DE SOMETER A PRUEBA LA IDENTIDAD DE GÉNERO: 2.1. Sobre las reglas probatorias impuestas por el órgano decisor: ¿está justificado el sacrificio de la averiguación de la verdad?: 2.1.1. Reglas relativas al momento de la conformación del conjunto de pruebas. 2.1.2. Una aparente regla de prueba tasada y su impacto en la adopción de la decisión sobre los hechos. 2.1.3. Recapitulación. 2.2. El alcance de las reglas probatorias adoptadas. Una forma disimulada de someter a prueba la identidad de género.—3. CONCLUSIONES.—BIBLIOGRAFÍA.

1. INTRODUCCIÓN

La controversia que dio lugar a la sentencia que se pretende analizar versa sobre la cancelación del registro de diecisiete candidaturas a diferentes cargos de elección popular, a raíz del señalamiento de distintos colectivos de la diversidad sexual por un posible fraude a la ley, ante la sospecha de que diecisiete de las diecinueve personas registradas para contender en las elecciones como mujeres trans, simularon identificarse con el género mujer con la única finalidad de cumplir con las reglas de paridad de género 1. La alegación era simple: según estos colectivos, se trataba de diecisiete candidatos hombres que, a efecto de evitar la cancelación de sus registros por haberse postulado para una concejalía por la que debía contender una mujer, optaron por identificarse como mujeres trans 2.

Los hechos del caso son los siguientes 3. En el marco del proceso electoral ordinario 2017-2018, el Consejo General del Instituto Estatal Electoral y de Participación Ciudadana de Oaxaca, México, aprobó los lineamientos en materia de paridad de género que debían observar los partidos políticos, coaliciones, candidaturas comunes e independientes en el registro de sus candidaturas. De forma pionera, el Instituto dispuso que la postulación de personas transgénero, transexuales, intersexuales o muxes 4, sería tomada en cuenta para el cumplimiento del principio de paridad, de acuerdo con el género al que la persona se autoadscribiera 5.

De las diecisiete candidaturas que interesan, solo dos se solicitaron desde un inicio como candidaturas correspondientes al género mujer. Las quince restantes se solicitaron en un principio como pertenecientes al género hombre, sin embargo, una vez que la autoridad electoral requirió a los partidos políticos para que rectificaran sus postulaciones a efecto de dar cumplimiento a las reglas de paridad, los quince candidatos que inicialmente se habían registrado como hombres cambiaron su solicitud para ser registradas como mujeres trans. Dichas candidaturas fueron aprobadas por la autoridad electoral en esos términos, de modo que se contabilizaron, en su conjunto, como candidaturas de mujeres.

En contra del acuerdo de aprobación, distintos colectivos de la diversidad sexual promovieron procedimiento especial sancionador para pedir la cancelación de las diecisiete candidaturas respectivas, al considerar que se trataba de personas que habían «usurpado la identidad trans» con el objeto de cometer un fraude a la ley 6. El procedimiento respectivo fue resuelto por la autoridad electoral local en el sentido de decretar la cancelación de las diecisiete candidaturas impugnadas, al concluir que la manifestación de autoadscripicón rendida por los candidatos denunciados se encontraba desvirtuada, toda vez que, de las pruebas recabas y practicadas durante el procedimiento, quedaba acreditado que a) los involucrados se comportaban públicamente como hombres y b) la autoadscripción como mujeres trans se había dado con posterioridad al requerimiento de la autoridad electoral para que se cumpliera con las reglas de paridad de género. Estos hechos, a decir de la autoridad, actualizaban un aparente fraude a la ley que implicaba la cancelación definitiva de los registros controvertidos.

La determinación anterior y el propio acuerdo de aprobación de candidaturas constituyen los actos que dieron origen al expediente SUP-JDC-304/2018 y acumulados, cuya sentencia se analiza 7. Este caso revela un especial interés no solo por lo novedoso del planteamiento que involucra, sino por la complejidad que conlleva, en especial, en materia de prueba.

La cuestión sujeta a debate, en lo que al aspecto probatorio se refiere, puede apreciarse al menos en dos niveles, dependientes uno del otro. El primer nivel, que funge como condición necesaria para un eventual segundo nivel de análisis, involucra la siguiente interrogante: ¿es admisible que la identidad de género sea objeto de prueba? De la respuesta que se dé a esta pregunta, depende la posibilidad de formular un conjunto de interrogantes adicionales. Si la identidad de género se considera un objeto de prueba prohibido, es decir, que no debe ser sujeta a prueba —que es distinto a que no pueda ser susceptible de prueba—, lo único que resta por reflexionar es si está justificado considerarla de esa manera. Sin embargo, si se admite la posibilidad de que se aporten pruebas al proceso, a efecto de acreditar o controvertir la identidad de género que una persona afirma tener, entonces surge la necesidad de reparar en una cuestión adicional, que correspondería a un segundo nivel de análisis.

En ese segundo nivel, la pregunta central es distinta. Una vez abierta la posibilidad de que la identidad de género sea objeto de prueba, surge la siguiente interrogante: ¿cómo se prueba? Esta pregunta tiene, a su vez, dos vertientes distintas. Por un lado, está la cuestión concerniente a si la identidad de género, al ser un hecho interno puede, en efecto, ser susceptible de prueba 8. Por otro lado, el énfasis está en qué elementos objetivos serían relevantes para inferir la identidad de género experimentada por una persona, con un grado de certeza razonable.

La sentencia objeto de estudio se centró fundamentalmente en la primera de dichas cuestiones, aunque sus consideraciones impactan de cierta manera en algunos aspectos relacionados con las que corresponden al segundo nivel de análisis. Al respecto, los votos del tribunal fueron coincidentes en un punto en particular y discrepantes en otro 9. El punto en el que ambos convergen es en considerar, primero, que resulta admisible que la identidad de género sea objeto de prueba y, segundo, que es susceptible de prueba, es decir, que existen determinados medios de prueba con los cuales se puede acreditar. En lo que fueron diametralmente opuestos, sin embargo, es en el alcance de tal determinación: mientras el voto mayoritario sostiene una posición altamente restrictiva respecto a la posibilidad de someter a prueba la identidad de género (impone una limitación probatoria que admite la incorporación de un único medio de prueba para ese efecto), el minoritario afirma que la sola manifestación de pertenencia a un género es insuficiente para acceder a una candidatura vía paridad de género y, por ende, deben allegarse al proceso otro tipo de medios de prueba.

Las consecuencias que trae consigo sostener una postura u otra, por supuesto son distintas y cada una presenta desafíos diferentes. En esta ocasión, me limitaré exclusivamente a aquellos que derivan de la decisión adoptada por el voto mayoritario. En primer lugar, analizaré los presupuestos de los que parte el órgano jurisdiccional para justificar la imposición de un conjunto de reglas que tienen por objeto limitar la actividad probatoria en distintos sentidos. En segundo lugar, me centraré en el alcance de dichas reglas e intentaré evaluar, por un lado, si la postura del voto mayoritario, tal como está planteada, admite un matiz como el que se introdujo al analizar el caso concreto y, por otro, cuáles son las posibles implicaciones que trae consigo la imposición del tipo de requisitos establecidos para la manifestación de pertenencia a un género, así como las exigencias a cargo de las autoridades electorales que se enfrentan al tipo de casos como el que se estudia. Concluiré el texto con una breve reflexión sobre las cuestiones analizadas previamente.

2. EL PUNTO DE PARTIDA. LA DEFINICIÓN ACERCA DE LA ADMISIBILIDAD DE SOMETER A PRUEBA LA IDENTIDAD DE GÉNERO

Uno de los temas que guiaron de forma medular los agravios de quienes concurrieron como partes al proceso, fue el relacionado con la legitimidad de la autoridad electoral local para solicitar pruebas o indagar acerca de la identidad de género de las personas, en particular, de aquellas que afirman tener una identidad que no se corresponde con el sexo que les fue asignado al nacer 10. Al pronunciarse sobre este punto, el voto de la mayoría se inclinó por la tesis según la cual la manifestación de pertenencia a un género es suficiente para justificar la autoadscripción de una persona. En ese sentido, constituye el único medio para corroborar su identidad, de modo que el Estado no puede ni debe cuestionarla o solicitar prueba alguna al respecto (§ 282, 303, 315, 320, 324). El tribunal sustentó su postura en las siguientes consideraciones.

En primer lugar, sostuvo que, de conformidad con el marco internacional y constitucional de protección de los derechos de las personas de la diversidad sexual, la identidad sexo-genérica es una de las manifestaciones fundamentales de la libertad de conciencia, del derecho a la vida privada y del libre desarrollo de la personalidad, en consecuencia, el Estado está impedido para someter a prueba la identidad de género (§ 273-283). Aunque no se señala expresamente en la sentencia, lo que el tribunal parece inferir es que, el hecho de permitir que el Estado indague sobre la identidad de género, implicaría una limitación indebida a tales derechos.

Como segundo punto, el tribunal afirmó que, tal como ha sostenido la Corte IDH, el derecho a la identidad se encuentra en estrecha relación con la autonomía de la persona. Este derecho, a su parecer y haciéndose eco del criterio sustentado por el tribunal interamericano, veda toda actuación estatal que convierta a la persona en un medio para fines ajenos a las elecciones sobre su vida, su cuerpo y el desarrollo pleno de su personalidad. Congruente con ello, concluyó que ninguna autoridad estatal puede exigir un comportamiento social específico, una apariencia física o un cuerpo determinados, un estilo de vida en particular, un estado civil concreto, una determinada orientación sexual, algún grado de reconocimiento comunitario o que la persona tenga o carezca de descendencia. Permitir lo contrario, destacó, implicaría un trato discriminatorio y equivaldría a considerar que existen criterios de corrección de la identidad que residen en factores externos a la persona. Aunado a ello, agregó que resultaría inviable pretender que existieran catálogos o criterios específicos que las autoridades pudieran tomar como parámetros objetivos e irrefutables de la identidad, dado que no todas las personas manifiestan su identidad sexo-genérica de la misma forma (§ 284-286, 335-337).

Robusteció lo anterior con un tercer argumento orientado a evidenciar que su postura es acorde con el criterio prevaleciente a nivel nacional e internacional, relativo a que la manifestación voluntaria es el único requisito que puede solicitar el Estado cuando una persona cuya identidad de género difiere del sexo que le fue asignado al nacer pide el cambio de nombre y sexo en sus documentos oficiales (§ 287-294).

Hasta aquí, el criterio de la mayoría parece ser tajante en cuanto a considerar que la manifestación de pertenencia, sin más, es capaz de acreditar la identidad de género de una persona. Sin embargo, al pronunciarse sobre el caso concreto, estableció que, si bien esta resulta suficiente para conceder el registro de la candidatura a favor del género de que se trata, dada la obligación del Estado de proteger la paridad de género en la postulación de candidaturas, es necesario que dicha manifestación se encuentre libre de vicios, es decir, que resulte «evidente» que cumple con los elementos de espontaneidad, certeza y libertad (§ 321-338).

Sobre esa base, dispuso que, en aquellos casos en que existen elementos «claros, unívocos e irrefutables» de que la manifestación se suscribió con la «finalidad de obtener un beneficio indebido, en perjuicio de los valores protegidos en el orden constitucional», el órgano electoral está obligado a analizar la situación concreta. Dicha facultad, apuntó el tribunal, debe desplegarse con ciertas limitaciones: la autoridad únicamente puede tomar en consideración los elementos con los que cuenta en el caso actual, sin que exista la posibilidad de imponer cargas a las personas interesadas y mucho menos generar actos de molestia que pudiesen resultar discriminatorios para quien aspira a ser registrada a una candidatura (§ 328).

Sentado el marco de referencia, el órgano jurisdiccional analizó las pruebas que integraban el expediente y determinó que se encontraba acreditado que solo dos de los diecisiete candidatos denunciados habían solicitado desde un inicio ser registradas como mujeres 11. Los quince restantes, en cambio, en un principio pidieron su registro como hombres y, a raíz del requerimiento de la autoridad electoral local para que los partidos políticos dieran cumplimiento a las reglas de paridad, dichos candidatos modificaron su solicitud para ser registradas como mujeres trans. Aunado a ello, tuvo por probado que, entre los referidos candidatos, había quienes aspiraban a la reelección (§ 350-354).

A partir de los hechos que se tuvieron por probados, el tribunal infirió que era viable suponer la intención de los partidos políticos de utilizar indebidamente la autoadscripción para evitar cumplir con las reglas de paridad (§ 352-359). En esencia, determinó que resultaba evidente que los partidos involucrados habían presentado «supuestas autoadscripciones de candidatos registrados inicialmente como hombres» con la sola pretensión de impedir que dichos candidatos fuesen sustituidos por mujeres (§ 353). A su vez, consideró que las circunstancias en las que había sobrevenido la modificación de las solicitudes de registro implicaban que existiera una duda razonable sobre la «autenticidad» de la manifestación y sobre la finalidad perseguida con esta (§ 358). Congruente con ello, el tribunal ordenó la cancelación de las quince candidaturas respectivas y confirmó el registro de las dos restantes.

Hay distintos aspectos de la determinación anterior que suscitan interés. Lo primero que salta a la vista y que considero destacable, es el esfuerzo del tribunal por sentar un criterio cuya finalidad primigenia —o así parece— fuese evitar cualquier acto de discriminación en contra de las personas de la diversidad sexual que buscan ejercer sus derechos de participación política. Un criterio que, al mismo tiempo, intentó armonizar con la obligación de las autoridades electorales de velar por la igualdad sustantiva entre hombres y mujeres, la paridad de género en la postulación de candidaturas y los principios de certeza y autenticidad que rigen las elecciones. No obstante, aunque resulta destacable la intención de buscar una solución capaz de abarcar ambos aspectos, lo cierto es que la decisión de mantener las restricciones en torno a la posibilidad de someter a prueba la identidad de género y, a su vez, intentar atender las circunstancias del caso (donde lo que se pone en duda es precisamente la identidad de género de ciertas personas), parece ser la razón por la que se introducen los puntos más problemáticos de la sentencia.

Son esencialmente tres las cuestiones que se pueden debatir al respecto. La primera versa sobre los presupuestos de los que parte el órgano jurisdiccional para justificar la imposición de las reglas probatorias adoptadas. Lo que interesa analizar, en particular, es si las consideraciones del tribunal resultan suficientes para ese efecto. La segunda, en cambio, tiene que ver con el alcance de dichas reglas. El punto central será evaluar si la postura del voto mayoritario, tal como está planteada, admite un matiz como el que se introdujo al analizar el caso concreto. Por último, la tercera se enfoca en reflexionar acerca de las posibles implicaciones que trae consigo, en materia de prueba, la imposición del tipo de requisitos establecidos para la manifestación de pertenencia a un género, así como las exigencias a cargo de las autoridades electorales que se enfrentan al tipo de casos como el que se estudia. Las dos últimas cuestiones las analizaré de forma conjunta en el último apartado.

2.1. Sobre las reglas probatorias impuestas por el órgano decisor: ¿está justificado el sacrificio de la averiguación de la verdad?

Si nos detenemos un momento a considerar cuál es el tema que está detrás del criterio adoptado por el voto mayoritario, es posible advertir que estamos ante uno de los debates de más larga data en el ámbito del razonamiento probatorio, la filosofía y la epistemología jurídica. Basta con recoger los argumentos en que se basó el tribunal para proscribir la posibilidad de indagar en el proceso sobre la identidad de género de una persona (más allá de la sola manifestación), para identificar que lo que subyace a su postura es la decisión de priorizar un conjunto de valores de raigambre constitucional y convencional sobre la averiguación de la verdad.

Mucho se ha discutido sobre el papel de la verdad en el proceso judicial, sobre la relación que guarda con la prueba, así como sobre la interacción que tiene con otros valores y finalidades del proceso. Mi intención, sin embargo, no es abarcar todos esos temas, sino centrarme en un aspecto muy puntual de ese amplio debate: lo relacionado con el carácter reglado de la actividad probatoria y las consecuencias que suponen ciertas reglas probatorias para la consecución de la búsqueda de la verdad. Para ello, partiré de ciertos presupuestos sobre los puntos más generales enunciados en un principio.

Tomaré como base tres tesis que emergen de la concepción racionalista de la prueba 12. En primer lugar, asumiré que la averiguación de la verdad constituye una de las finalidades del proceso judicial 13. Al respecto, me sumaré a la postura según la cual el concepto de verdad que mejor se adapta al contexto procesal es el de la verdad entendida como correspondencia 14.

En segundo lugar, daré por sentado que el objetivo fundamental de la actividad probatoria es la averiguación de la verdad acerca de los enunciados fácticos del caso 15. Entre las repercusiones que tiene asumir esta premisa hay una que revela especial interés: admitir que la actividad probatoria está orientada a ese fin abre la posibilidad de evaluar la racionalidad instrumental de las diferentes reglas probatorias previstas por un ordenamiento jurídico (Ferrer Beltrán, 2007, p. 67) o, como en el caso, impuestas por vía jurisprudencial.

Por último, partiré de la base de que, aun cuando la averiguación de la verdad es el objetivo fundamental de la actividad probatoria en el proceso judicial, este no constituye el único objetivo. En el proceso interactúan distintos valores y finalidades que comparten protección jurídica con el objetivo de búsqueda de la verdad; valores que en ciertos casos son considerados jurídicamente relevantes hasta el punto de implicar el sacrificio de este último, aunque sea de forma parcial (Damaška, 1997, p. 12). Con todo, debe tenerse presente, como apunta Dei Vecchi (2020, p. 66-67), que ni el valor de la verdad ni ningún otro poseen un peso definido, claro e inamovible que especifique cuáles son los límites de cada uno de ellos: la medida en que se honren dichos valores en un ordenamiento jurídico determinado, sostiene, será resultado de cómo se ponderen cuando exista un conflicto entre ellos y cómo se considere que es adecuado actuar en esos casos o clases de casos 16.

Delimitado el marco anterior, conviene ahora centrarnos en lo relativo a las reglas probatorias. Una de las particularidades que distingue la actividad probatoria que se lleva a cabo en el proceso judicial de la que se realiza en otros ámbitos del conocimiento es precisamente la multiplicidad y variedad de reglas que regulan su desarrollo 17. A diferencia de la actividad probatoria general, que está sujeta únicamente a imperativos epistemológicos, la actividad probatoria jurídica está sometida a un conjunto de reglas distintas —adicionales a las de la epistemología general—, que varían dependiendo del objeto al que van dirigidas 18.

Siguiendo la categorización propuesta por Ferrer Beltrán (2007, p. 35-36), es posible distinguir, fundamentalmente, tres tipos de reglas sobre la prueba: reglas sobre la actividad probatoria, reglas sobre los medios de prueba y reglas sobre el resultado probatorio. Todas ellas, afirma, inciden de manera distinta en las posibilidades de determinar los hechos probados de forma coincidente con la verdad. Así, habrá reglas que tengan el efecto de garantizar de mejor manera el conocimiento de la verdad y otras que, por el contrario, tiendan a entorpecer ese fin o a producir un menoscabo en la calidad del conocimiento alcanzado (Gascón [2010, p. 113-114] denomina a las primeras «reglas de naturaleza epistemológica» y a las segundas «reglas de naturaleza contra-epistemológica»).

Para evaluar el grado en el que una regla probatoria incide en la averiguación de la verdad y, a su vez, estar en condiciones de calificar su naturaleza epistemológica o contra-epistemológica, es importante individualizar la regla de que se trata atendiendo al objeto al que va dirigida, así como al momento de la actividad probatoria en el que cobra relevancia. Precisar esos aspectos resulta significativo si se toma en consideración, como destaca Ferrer Beltrán (2007, p. 68), que las exigencias de racionalidad —que es en última instancia lo que se pretende evaluar— difieren en cada momento de la actividad probatoria.

La regla probatoria que interesa en esta ocasión, es decir, aquella que fue fijada por el voto mayoritario en la sentencia que se analiza, se puede sintetizar de la siguiente manera: «La manifestación de pertenencia a un género es suficiente para justificar la autoadscripción de una persona, siempre que sea cierta, libre y espontánea. En ese sentido, constituye el único medio para corroborar su identidad, de modo que el Estado no puede ni debe cuestionarla o solicitar prueba alguna al respecto». Esta regla puede descomponerse para su análisis en tres reglas independientes 19:

1) El único medio de prueba para acreditar la identidad de género que una persona afirma tener es la manifestación de pertenencia al género de que se trata.

2) Prohibido cuestionar o solicitar prueba alguna sobre la identidad de género que una persona afirma tener, más allá de la manifestación que realice sobre el género con el cual se identifica.

3) La manifestación de pertenencia a un género es suficiente para tener por acreditada la identidad de género que una persona afirma tener, siempre que sea cierta, libre y espontánea.

Como es evidente, las reglas anteriores van encausadas cada una a objetos distintos. Sin embargo, dado que las dos primeras cobran relevancia en un mismo momento de la actividad probatoria y la tercera, en cambio, en un momento distinto, agruparé el análisis de las primeras y dejaré la tercera para un subapartado independiente.

2.1.1. Reglas relativas al momento de la conformación del conjunto de pruebas

Si seguimos el marco descrito en párrafos precedentes, la primera de las reglas anteriores puede clasificarse como una disposición que tiene por objeto regular una cuestión concerniente a un medio de prueba 20. Como tal, esta regla establece una limitación probatoria que incide fundamentalmente en el juicio sobre la admisibilidad. El hecho de que la regla disponga que la manifestación de pertenencia a un género es el único medio de prueba capaz de acreditar la identidad de género de una persona, es lo mismo que imponer que solo este y ningún otro puede ser legalmente admisible (lo cual se robustece, por supuesto, con la regla 2 que establece una prohibición expresa al respecto). En ese sentido, la regla excluye la posibilidad de que la autoridad jurisdiccional evalúe si puede haber algún otro medio de prueba potencialmente relevante. Y anula esa posibilidad no porque no exista algún otro medio de prueba que guarde relación con el objeto de prueba o que sea capaz de alterar su estatus de justificación epistémica, sino simplemente porque, de acuerdo con el tribunal, hay razones suficientes para circunscribir la corroboración de la identidad de género a una única prueba (la manifestación).

Traducida de esa manera, es posible considerar que la limitación anterior tiene un carácter contra-epistemológico, en tanto restringe uno de los principios generales que rigen la investigación sobre los hechos; concretamente, aquel que establece que «cualquier elemento de juicio relevante para la adopción de una decisión debe ser admitido como prueba en el proceso» (Ferrer Beltrán, 2007, p. 77). Con todo, su carácter contra-epistemológico no deriva simplemente de la vulneración de ese principio, sino de lo que ello implica a efectos de la averiguación de la verdad. Siguiendo a Gascón (2010, p. 119), en «la medida en que excluyen la posibilidad de utilizar ciertas pruebas y por ello, a veces, derivadamente, la posibilidad de probar ciertos hechos, estas reglas pugnan con el objetivo cognoscitivista de averiguación procesal de la verdad». Adicionalmente, dado que provoca el empobrecimiento del conjunto de pruebas, en última instancia incide en la probabilidad de acierto de la decisión, esto es, en la probabilidad de que el hecho que se tiene por probado (y que deriva en la imposición de una consecuencia jurídica), sea a su vez verdadero (Ferrer Beltrán, 2007, p. 68-69) 21.

El hecho de que el voto mayoritario haya optado por sacrificar, en cierto grado, el objetivo de búsqueda de la verdad no es por sí mismo escandaloso 22. Como se dijo antes, en el proceso interactúan distintos valores y finalidades que comparten protección jurídica con este objetivo y que, en ocasiones, se consideran jurídicamente relevantes hasta el punto de prevalecer sobre este último. El ejercicio de esta facultad, sin embargo, no puede ser indiscriminado: si el objetivo de búsqueda de la verdad posee prioridad estructural en el proceso judicial —dado que de él depende en modo considerable la función motivacional del derecho—, es necesario que existan razones suficientes que justifiquen prescindir de él, aunque sea de modo parcial.

Antes de profundizar en las consideraciones del voto mayoritario al respecto, vale la pena analizar la regla identificada con el número 2, toda vez que los argumentos que formuló el tribunal para justificar ambas reglas son esencialmente los mismos. De acuerdo con lo que se especificó en el apartado previo, la regla 2 establece la prohibición de cuestionar o solicitar prueba alguna sobre la identidad de género que una persona afirma tener, más allá de la manifestación que realice sobre el género con el cual se identifica. Esta regla puede ser clasificada como una disposición encausada a regular un aspecto relacionado con la actividad probatoria, pues a diferencia de la anterior, que se ocupa de un medio de prueba en específico, esta prescribe una prohibición general en torno a la práctica de cualquier tipo de actividad probatoria que tenga por objeto controvertir la identidad de género de la persona involucrada.

La incidencia que tiene esta regla en relación con el objetivo de averiguación de la verdad es idéntica a la del supuesto anterior. Como destaca Gascón (2010, p. 117), la «limitación más importante al uso libre de medios probatorios tiene lugar cuando se establece que no se podrán probar ciertos hechos más que con determinados medios de prueba» o, lo que es lo mismo, cuando se prohíbe la práctica de cualquier tipo de actividad probatoria más allá de la que se vincula estrictamente con el único medio de prueba permitido. En este tipo de casos, sostiene la autora, resulta particularmente difícil hacer una interpretación conforme con las exigencias de la regla epistemológica que prescribe que se debe poder usar cualquier medio capaz de aportar información relevante sobre los hechos que se juzgan. En esa medida, es dable afirmar que la regla de referencia resulta igualmente de naturaleza contra-epistemológica.

Las razones en que se basó el voto mayoritario para justificar la adopción de las reglas citadas son consideraciones preponderantemente normativas que tienen que ver con la tutela de ciertos valores, en concreto, con la garantía a la libertad de conciencia y los derechos a la vida privada, al libre desarrollo de la personalidad y a la identidad, vinculada con la autonomía de la persona 23.

A ese respecto, el tribunal concluyó que, dado que la identidad de género es una de las expresiones fundamentales de ese abanico de derechos, exigir que una persona pruebe su identidad de género con medios adicionales a la sola manifestación de pertenencia —medios tales como un comportamiento social específico, una apariencia física o cuerpo determinados, un estilo de vida en particular, un estado civil concreto, una determinada orientación sexual, algún grado de reconocimiento comunitario, etcétera— implicaría un trato discriminatorio y equivaldría a considerar que existen criterios de corrección de la identidad que residen en factores externos a la persona. Aunado a ello, sostuvo que resultaría inviable pretender que hubiese catálogos o criterios específicos que las autoridades pudieran tomar como parámetros objetivos e irrefutables de la identidad, dado que no todas las personas manifiestan su identidad sexo-genérica de la misma forma (§ 273-286, 335-337).

Al respecto, hay al menos dos aspectos sobre los que merece la pena reflexionar. Lo primero es preguntarnos si, en efecto, el hecho de someter a prueba la identidad de género vulnera los referidos derechos. Lo segundo es analizar si están disponibles otros medios distintos a las limitaciones probatorias impuestas por el tribunal, que pudiesen tener el mismo efecto sin entrar en conflicto con el objetivo de averiguación de la verdad.

En relación con la primera de dichas cuestiones, es posible intuir que la preocupación del tribunal radica en que, el hecho de someter a prueba la identidad de género, pueda conllevar la limitación al derecho que tiene cada persona de a) elegir el género con el que se identifica, de acuerdo con sus sentimientos y convicciones más profundas (libertad de conciencia) y b) adoptar libremente cualquier elección sobre su vida, su cuerpo y el desarrollo pleno de su personalidad (derechos a la vida privada, al libre desarrollo de la personalidad y a la identidad). Esto es así, toda vez que, en su opinión, permitir que se utilicen datos del mundo ajenos a la sola manifestación de pertenencia para corroborar la identidad de género que una persona afirma tener, implicaría admitir, al menos de forma implícita, que existen criterios de corrección de la identidad que residen en factores externos a la persona, lo cual resultaría discriminatorio y, al parecer, restringiría el pleno ejercicio de tales derechos.

El principal problema con la argumentación anterior, a mi juicio, radica en afirmar que la admisión de medios de prueba tendientes a acreditar la verdad o falsedad de la proposición «x es una mujer trans» lleva implícita la asunción de que existen formas correctas o incorrectas de manifestar la identidad. En contra de lo que sostiene el tribunal, admitir que la identidad de género se puede inferir a partir de ciertos datos del mundo externo, distintos a la manifestación de pertenencia, no significa que se esté asumiendo que existe una forma «correcta» o «incorrecta» de expresar la identidad. Lo único que se asume, en todo caso, es que existen datos, adicionales a la manifestación, que pueden dar cuenta de la identidad de género de una persona. Qué datos sean pertinentes para ello es una discusión distinta que, en efecto, requiere tener precaución de no incurrir en visiones estereotipadas sobre el género y particularmente sobre la expresión del género.

Es innegable que, al ser la identidad de género un hecho interno —algo que se experimenta en el ámbito subjetivo—, quien tiene un conocimiento especialmente fiable y menos sometido a error es precisamente la persona que lo experimenta. Este rasgo, que Moya (2006, p. 23) denomina «asimetría entre la primera y la tercera persona», es uno de los rasgos característico de la mente y de las propiedades mentales: existe una asimetría entre la forma en que cada persona conoce sus propios estados mentales, tanto intencionales como fenomenológicos, y el modo en el que conoce los estados mentales de las demás. Tal como afirma este autor, los estados mentales de las otras personas (sus creencias, deseos, intenciones, sentimientos, sensaciones, etcétera) son susceptibles de ser conocidos a partir de la observación de su comportamiento tanto lingüístico como extralingüístico. Este conocimiento tiene presumiblemente carácter inferencial: nos basamos en la evidencia del comportamiento de los otros para atribuirles determinados estados mentales.

Esa forma de razonar acerca de los estados mentales de las demás personas es algo con lo que solemos estar altamente familiarizadas. Por ejemplo, es dable inferir que una persona que se sonroja, frunce el ceño, levanta la voz y mueve bruscamente los brazos está enojada. Para llegar a esa conclusión, utilizamos dentro de nuestro razonamiento la generalización según la cual, al menos en el contexto social en el que nos desarrollamos, las personas que experimentan enojo, por lo regular, expresan su emoción de esa manera. Utilizar una afirmación de esta naturaleza, sin embargo, nada tiene que ver con evaluar la corrección o incorrección del tipo de reacciones que usualmente lleva aparejado el enojo. Lo único que encierra es un enunciado que expresa una cierta regularidad que nos permite correlacionar un tipo de comportamiento con una emoción específica. En ese sentido, no se trata de una evaluación valorativa que nos permita concluir si el comportamiento observado está bien o mal, si es correcto o incorrecto. Lo que nos permite concluir, en todo caso, es que, dado que el comportamiento observado satisface buena parte de los criterios acerca de cómo suele manifestarse externamente la emoción del enojo, es dable considerar que esa persona, que se comporta de esa manera, está enojada.

Lo que quiero evidenciar con esto es que, a diferencia de lo que asume el tribunal, utilizar datos del mundo externo para atribuir un estado mental a una persona no se traduce en la imposición de parámetros de corrección o de asunciones valorativas. En lo que se traduce, más bien, es en admitir que la única forma de conocer los estados mentales de los otros es mediante la observación de su comportamiento. Lo cual conlleva admitir, a su vez, que la forma en que podemos acceder a ese conocimiento es mediante un razonamiento de carácter inferencial que, en efecto, en muchas ocasiones se vale de enunciados que expresan regularidades.

Lo que no se debe perder de vista, sin embargo, es que ese tipo de enunciados son derrotables. Las generalizaciones constituyen afirmaciones de carácter contingente que dependen para su corrección de la posibilidad de ser contrastadas con los hechos. Por lo tanto, es posible que apliquen en una gran mayoría de casos, pero no necesariamente en el actual. En ese sentido, imponen la obligación de corroborar si resultan pertinentes en el caso concreto; cuestión que no sería en absoluto novedosa para las autoridades jurisdiccionales, quienes están habituadas a razonar sobre los hechos (internos y externos) mediante inferencias probatorias que, como se sabe, están sujetas a los criterios generales de la lógica y de la racionalidad.

Ahora, no pasa desapercibido que una de las formas en que se han caracterizado los estereotipos, en particular los descriptivos, es precisamente como generalizaciones que atribuyen una propiedad a las personas integrantes de un grupo, por el solo hecho de pertenecer a él (Arena, 2016, p. 52-53) 24. Dada su estructura y el tipo de información que aportan es fácil que las autoridades jurisdiccionales recurran a ellos (como máximas de experiencia) al momento de pronunciarse sobre los hechos. Y tal vez es esta la preocupación a la que se dirige la decisión del tribunal: el temor a que la libertad de proponer y admitir cualquier medio de prueba que satisfaga los criterios de admisibilidad pudiese conducir a que se refuercen estereotipos de género. De ahí que considere, tal vez, que esa libertad lleva implícita la asunción de que existen formas correctas e incorrectas de expresar la identidad de género. No obstante, aun cuando esa fuera su preocupación genuina, parece que imponer una limitación probatoria tan estricta como la que dispuso, resulta demasiado costoso, asumiendo que podría estar disponible alguna otra alternativa capaz de lograr la misma finalidad 25.

Esto me lleva a la segunda cuestión sobre la que me interesa reflexionar. He mencionado antes que el objetivo de búsqueda de la verdad posee prioridad estructural en el proceso judicial y, por ende, cualquier restricción debe estar debidamente justificada. Uno de los criterios para evaluar la racionalidad de una regla que impone límites a ese objetivo es, por un lado, analizar si resulta adecuada para alcanzar la finalidad que la motiva y, por otro, descartar que exista algún otro medio disponible que permita alcanzar el fin deseado, sin entrar en conflicto con el objetivo de averiguación de la verdad. En ese contexto, la regla estará justificada siempre que el sacrificio epistemológico que representa sea el único medio eficaz para conseguir el fin propuesto (Ferrer, 2007, p. 79).

Analicemos, pues, el primer extremo de ese criterio. Si como vimos párrafos atrás, la finalidad de las reglas 1 y 2 es evitar que ingresen al proceso medios de prueba que pudiesen provocar que las autoridades jurisdiccionales refuercen estereotipos de género mediante su razonamiento 26, es dable considerar, al menos a priori, que restringir la conformación del conjunto de pruebas a un único medio de prueba puede cumplir potencialmente con esa finalidad. No veo cómo se podría incurrir en reforzar un estereotipo de género al pronunciarse sobre la admisibilidad, cuando la propia regla anula prácticamente la necesidad de llevar a cabo cualquier tipo de razonamiento, dado que directamente impone que la manifestación de pertenencia es legalmente admisible y que ningún otro medio de prueba podría adquirir ese carácter.

Digamos, entonces, que la regla pasa el primer filtro. Lo que resta ahora determinar es si resulta la alternativa más eficaz para conseguir el fin propuesto o si existe algún otro medio disponible que permita alcanzar ese fin sin entrar en conflicto con el objetivo de averiguación de la verdad. Al respecto, no hay que indagar demasiado para identificar que, si la preocupación del tribunal es evitar que las autoridades jurisdiccionales refuercen estereotipos de género, el énfasis tendría que estar no en limitar que ingresen al proceso todos los medios de prueba relevantes para la acreditación de los hechos, sino en el razonamiento que llevan a cabo tanto al momento de pronunciarse sobre la admisibilidad como en los diferentes momentos de la actividad probatoria.

Adoptar la postura contraria, es decir, restringir el conjunto de pruebas a un único medio de prueba, simplemente evade el problema. Se opta por limitar rigurosamente y con un alto coste la actividad probatoria, en lugar de denunciar abiertamente el riesgo que suponen los estereotipos de género en este tipo de casos, así como analizar y hacer explícito de qué manera pueden influir en el juicio sobre la admisibilidad, en la práctica de las pruebas, en la valoración probatoria y en la decisión sobre los hechos probados 27.

Tratar desde esa óptica el problema sobre la influencia de los estereotipos de género en la labor jurisdiccional no solo es más útil y permite abrir el debate a las cuestiones más urgentes sobre los casos en que se controvierte la identidad de género, sino que, además, sería conforme con una de las posturas que goza de mayor consenso en la actualidad 28. Me refiero a aquella que pugna porque las personas encargadas de impartir justicia estén lo suficientemente capacitadas en estas cuestiones como para poder a) identificar los estereotipos inmersos en las normas jurídicas, en los hechos del caso o en el razonamiento que llevan a cabo a lo largo del proceso y al pronunciarse sobre la controversia, b) nombrarlos explícitamente y bajo el rubro «estereotipo», c) identificar sus modalidades y d) combatirlos o al menos sentar las bases para que puedan combatirse 29.

Una estrategia como la anterior, tiene distintos puntos a favor. En primer lugar, anula la necesidad de recurrir a cualquier regla de exclusión, con lo cual evita tener que sacrificar el objetivo de averiguación de la verdad. En segundo lugar, resulta igualmente eficiente para la finalidad de evitar que se refuercen estereotipos de género en los casos en que la identidad de género figura como el centro de la controversia, tendiendo, incluso, un alcance potencialmente mayor, dado que denuncia las distintas formas en que esas figuras pueden incidir en los diferentes momentos de la actividad probatoria, imponiendo así una suerte de deber reforzado a las autoridades jurisdiccionales en este tipo de casos. En tercer lugar, permite abrir el debate para empezar a pensar con mayor profundidad cómo probar la identidad de género en el proceso judicial 30. Finalmente, resuelve un problema adicional: el de la tensión que enfrentan las reglas probatorias adoptadas por el tribunal con el derecho a la prueba y el derecho de acceso a la justicia.

Respecto a esa última cuestión, si como afirma Ferrer Beltrán (2022, p. 68), uno de los elementos que compone el derecho a la prueba es el de la potestad de las partes de poder utilizar todas las pruebas de que disponen para demostrar la verdad de los hechos en que fundan su pretensión, está claro que una limitación probatoria como la impuesta por el tribunal entra en conflicto con este derecho. Además, es dable sostener que entra en tensión con el derecho de acceso a la justicia, toda vez que anula por completo la posibilidad de que se judicialicen casos en los que el objeto de la controversia es la identidad de género que una persona afirma tener. En efecto, si la manifestación que hace una persona sobre el género con el cual se identifica es el único medio de prueba para acreditar la identidad y no existe posibilidad de aportar ningún otro al respecto, entonces no existe la posibilidad de ejercer acción alguna que pueda conducir a controvertir la identidad de género. Resultaría absurdo instar a proceso si de antemano se sabe que no se puede aportar medio de prueba alguno en contra de la manifestación 31.

La determinación de que prevalezcan las reglas probatorias respectivas en desmedro de los referidos derechos solo sería admisible si estuviera justificada en la protección de algún otro derecho fundamental. Sin embargo, como he intentado mostrar previamente, los argumentos del tribunal respecto a la protección de la libertad de conciencia y de los derechos a la vida privada, al libre desarrollo de la personalidad y a la identidad resultan insuficientes. Esto aunado a que existe una alternativa distinta para hacer frente a la que parece ser la preocupación que motivó la decisión del voto mayoritario: evitar que las autoridades jurisdiccionales pudiesen reforzar estereotipos de género mediante su razonamiento.

Con lo dicho hasta el momento, es sencillo intuir que la regla 3 que resta por analizar, difícilmente se podría considerar justificada. Aun así, vale la pena evaluar puntualmente su racionalidad a efecto de resaltar algunas cuestiones que servirán para lo que pretendo desarrollar en el último apartado.

2.1.2. Una aparente regla de prueba tasada y su impacto en la adopción de la decisión sobre los hechos

Como se recordará, la regla identificada con el número 3 expresa lo siguiente: «La manifestación de pertenencia a un género es suficiente para tener por acreditada la identidad de género que una persona afirma tener, siempre que sea cierta, libre y espontánea». Valiéndonos una vez más de la clasificación propuesta por Ferrer, esta regla podría considerarse una regla sobre el resultado probatorio. Hablar de «resultado probatorio», sin embargo, adolece de una cierta ambigüedad 32.

Es posible advertir al menos tres sentidos distintos en los que podemos entender esa expresión: a) resultado probatorio como el producto de la valoración individual; b) como el producto de la valoración conjunta; o c) como la determinación del nivel de suficiencia de la hipótesis, en términos del estándar de prueba que se utilice. En el primer sentido, el resultado depende del grado de fiabilidad, relevancia, pertinencia y utilidad que se reconoce a un elemento de prueba en particular. En el segundo sentido, en cambio, el resultado deriva de la inferencia probatoria que se lleva a cabo, así como de la constatación del grado de solidez de esta inferencia, lo cual, en su conjunto, permite obtener el grado de corroboración o apoyo empírico que tiene una determinada hipótesis (González Lagier, 2022, p. 355). En el tercero, por su parte, dicho resultado proviene del contraste entre el grado de corroboración de la hipótesis y las exigencias que impone el estándar de prueba para tenerla por probada.

Como mencioné antes, la regla que interesa es una regla sobre el resultado probatorio. Y lo es en los tres sentidos de esa expresión. En primer lugar, es posible considerar que la regla incide en la valoración individual de la prueba, pues por sí misma constituye una suerte de regla tasada: si la manifestación de pertenencia cumple con los criterios de libertad, certeza y espontaneidad, entonces merecerá valor de prueba plena de la identidad de género. Al ser una regla de prueba tasada, lo único que requiere de la autoridad jurisdiccional es la corroboración de que tales criterios se encuentran satisfechos para, sobre esa base, producir «resultados vinculantes e incontestables» (Taruffo, 2002b, p. 392).

En segundo lugar, es al mismo tiempo una regla que cobra vigencia al momento de la valoración conjunta. De acuerdo con lo que dispone, el grado de corroboración de la hipótesis dependerá, a todo o nada, del valor que se haya otorgado a la manifestación de pertenencia, pues al ser este el único medio capaz de acreditar la identidad de género —porque así lo disponen, a su vez, las reglas 1 y 2— esta otorgará pleno apoyo empírico a la hipótesis en caso de satisfacer los criterios de libertad, certeza y espontaneidad, y no aportará ninguno en caso de no hacerlo.

En tercer lugar, la regla referida impacta en la determinación del nivel de suficiencia de la hipótesis, pues, prescindiendo de cualquier estándar de prueba, directamente establece que la manifestación de pertenencia será suficiente para tener por acreditada la identidad de género, siempre que esta sea cierta, libre y espontánea.

Como es evidente, la regla anterior entra en conflicto directo con el objetivo de averiguación de la verdad, toda vez que excluye cualquier valoración efectiva sobre la eficacia de la prueba y, en consecuencia, impide cualquier juicio en términos de aproximación a la verdad empírica del hecho (Taruffo, 2002b, p. 398). Al tener este efecto, las reglas de prueba tasada son por sí mismas irracionales. Aun así, resulta interesante profundizar al respecto y evaluar si cumple con la finalidad propuesta y si no existe algún otro medio menos lesivo para lograr el mismo resultado.

Para ello, partiré de la base, como hice antes, de que la finalidad de la regla es evitar que las autoridades jurisdiccionales refuercen estereotipos de género, ahora al valorar la prueba y al adoptar la decisión sobre los hechos probados. Al respecto, si solo tomamos en cuenta la primera parte de la disposición que nos ocupa, esto es, la parte que dispone que la manifestación de pertenencia es suficiente para tener por acreditada la identidad de género, bien puede considerarse que resulta pertinente para cumplir con la finalidad propuesta, dado que no requiere de la autoridad un genuino ejercicio de valoración. El problema se suscita, sin embargo, cuando el tribunal introduce el referido catálogo de requisitos con los que debe cumplir la manifestación de pertenencia.

Aunque no queda claro cuáles son los alcances de esos requisitos, dado que nada se dice en la sentencia, es fácil deducir que los de la libertad y espontaneidad no representan mayor riesgo de que la autoridad jurisdiccional recurra a estereotipos de género para determinar si, en el caso actual, se encuentran satisfechos. No obstante, con el requisito de certeza parece ser más dudoso. Veamos.

¿Qué implicaría afirmar que la manifestación es «cierta»? Aquí hay al menos dos sentidos que podrían resultar pertinentes: decir que la manifestación es «cierta» es decir que es «auténtica», o bien, decir que la manifestación es «cierta» es decir que es «verdadera». En el primer sentido, determinar si es cierta (o auténtica) únicamente requeriría corroborar que quien la suscribió es la persona respecto de la cual se pretende acreditar la identidad de género. En este escenario, parece no haber peligro de que se utilice ningún estereotipo de género en el razonamiento. En el segundo sentido, en cambio, la autoridad jurisdiccional tendría que pronunciarse sobre la verdad o falsedad de la manifestación. Esto, en estricto sentido, conllevaría pronunciarse sobre si la afirmación «x es una mujer trans» es verdadera o falsa. Y aquí volveríamos al problema de raíz: lo que se estaría cuestionando es propiamente la identidad de género, aunque esta vez por conducto de la manifestación. En un supuesto como este, está claro que la regla no podría alcanzar la finalidad propuesta.

Supongamos por caso que estamos en el primer escenario y que la regla cumple la finalidad propuesta. En estas circunstancias, faltaría analizar si existe algún otro medio disponible para alcanzar la misma finalidad sin entrar en conflicto con el objetivo de búsqueda de la verdad. Y aquí resultan igualmente pertinentes los argumentos que expresé sobre este punto en el apartado previo. Hay una vasta literatura sobre la influencia de los estereotipos en el razonamiento judicial, particularmente en el aspecto relacionado con la valoración probatoria. Los textos sobre perspectiva de género han prestado especial atención a esta cuestión y han ido refinando las estrategias para hacer frente a los efectos nocivos que provocan los estereotipos. En ese sentido, no veo la necesidad de imponer una regla tan costosa para el objetivo de búsqueda de la verdad cuando existen formas especialmente efectivas para la finalidad pretendida y hay, incluso, quienes afirman que tienen la potencialidad de trascender al caso concreto 33.

Adoptar un enfoque como el anterior, tal como sucede en el caso de las reglas 1 y 2, permite, además, evitar el conflicto con el derecho a la prueba, el cual en esta ocasión se ve restringido, dado que la regla hace incontestable por las partes la afirmación del hecho, puesto que excluye la posibilidad de aportar pruebas contrarias que eventualmente puedan influir en su determinación (Taruffo, 2002b, p. 401). Esto es así, incluso a pesar de que la regla dispone un conjunto de criterios que debe cumplir la manifestación de pertenencia y que podrían servir para que la contraparte intentara acreditar que no se satisfacen. No obstante, esta no es una alternativa con la que cuentan, toda vez que, de acuerdo con la regla 2, está expresamente prohibido aportar medios de prueba que tengan por objeto controvertir la identidad de género. Y esto parece poder ampliarse a la imposibilidad de controvertir la manifestación, puesto que, combatir que no satisface los requisitos de libertad, certeza o espontaneidad, en última instancia conlleva afirmar que la manifestación (su contenido) es falsa (salvo en el caso de la certeza entendida como autenticidad).

2.1.3. Recapitulación

De lo argumentado en este apartado es posible concluir que las reglas 1, 2 y 3 adoptadas por el voto mayoritario carecen de justificación. Primero, porque no existen razones suficientes para considerar que la incorporación a proceso de otros medios de prueba, más allá de la sola manifestación de pertenencia a un género, vulneren la libertad de conciencia y los derechos a la vida privada, al libre desarrollo de la personalidad y a la identidad, al menos a la luz de las consideraciones en que se basó el tribunal. Segundo, porque, aun cuando se admitiera que la finalidad del tribunal para imponer las reglas referidas es la de evitar que las autoridades jurisdiccionales pudiesen reforzar estereotipos de género, existe una alternativa distinta, capaz de lograr esa finalidad sin entrar en conflicto con el objetivo de averiguación de la verdad ni con el derecho a la prueba y al acceso a la justicia.

2.2. El alcance de las reglas probatorias adoptadas. Una forma disimulada de someter a prueba la identidad de género

Puede ser que los argumentos desarrollados en el apartado anterior no resulten convincentes y, por el contrario, se concuerde con la determinación del voto mayoritario de imponer las reglas probatorias respectivas en aras de proteger ciertos derechos fundamentales. Si así fuera, restaría ahora analizar de forma crítica el criterio del tribunal, ya no por sus presupuestos de partida, sino por sus efectos.

Al respecto, me limitaré a señalar tres aspectos que considero los más problemáticos. En primer lugar, argumentaré que tomar en consideración ciertos elementos del contexto para corroborar los requisitos de certeza, libertad y espontaneidad que debe cumplir la manifestación de pertenencia termina por cuestionar la identidad de género, aunque de forma disimulada. En segundo lugar, sostendré que las exigencias que se imponen sobre el grado de corroboración que deben tener tanto la manifestación como la presunta finalidad de obtener con ella un beneficio indebido resultan poco claras y difíciles de satisfacer. Por último, argüiré que el criterio del tribunal deriva en la vulneración de uno de los principios generales de la prueba más importantes: el de contradicción.

Vayamos a la primera de dichas cuestiones. Una vez que en la sentencia se delimitó el conjunto de reglas probatorias pertinentes para los casos en que se controvierte la identidad de género, es fácil suponer que surgió para el tribunal un dilema importante: ¿cómo sostener las limitaciones a la posibilidad de someter a prueba la identidad de género y, al mismo tiempo, hacer frente al alegato central de la controversia relativo a que diecisiete candidatos registrados como mujeres trans en realidad no se identificaban como tal? Para hacer frente a este problema, el tribunal optó por imponer una serie de requisitos a la manifestación de pertenencia, de los cuales hizo depender su valor como prueba plena de la identidad. Esto le permitió redirigir el foco de atención ya no hacia las personas cuya identidad de género se cuestionaba (a su comportamiento, antecedentes, etcétera), sino hacia el contexto en el que sobrevinieron las manifestaciones de pertenencia respectivas.

Visto así, la estrategia parece exitosa: se juzga el contexto y no a la persona. Sin embargo, ¿qué quiere decir exactamente que el contexto evidencie que la manifestación de pertenencia no es cierta, libre o espontánea? Lo que quiere decir, a mi juicio, es que existen ciertos datos del mundo que hacen menos probable que dicha manifestación sea verdadera, más concretamente, que es menos probable que la proposición que encierra dicha manifestación («x es una mujer trans») sea verdadera. Y esto, en última instancia, implica cuestionar la identidad de género. De ahí, por ejemplo, que se adviertan en la sentencia afirmaciones tales como que se trata de «supuestas autoadscripciones de candidatos registrados inicialmente como hombres» (§ 353), lo cual no es otra cosa que decir que se trata de autoadscripciones falsas.

Ahora, es cierto que una alternativa como la adoptada por el tribunal excluye la necesidad (y la posibilidad misma) de someter a escrutinio aspectos de la vida de las personas tales como su comportamiento, apariencia, antecedentes sobre el género con el que se identifican públicamente, etcétera. No obstante, esto es posible en el supuesto que se analiza en buena medida porque los hechos del caso fácilmente permiten dudar de la manifestación de pertenencia. Sin embargo, parece poco realista considerar que en todos los casos será tan sencillo como en este. El problema que supone el criterio sentado por el tribunal para ese otro tipo de casos es que resulta poco claro para saber cuál es el margen de acción que pueden tener las partes para presentar medios de prueba tendientes a acreditar elementos del contexto, así como para conocer sobre qué base las autoridades jurisdiccionales deberán considerar si tales medios de prueba están o no orientados a cuestionar la identidad de género.

Este último punto está íntimamente ligado a la segunda cuestión que me interesa discutir. De acuerdo con lo que dispuso el tribunal, el carácter libre, cierto y espontáneo de la manifestación de pertenencia debe resultar «evidente». En consecuencia, si se llega a dar el caso que existan elementos «claros, unívocos e irrefutables» de que la manifestación se suscribió con la «finalidad de obtener un beneficio indebido, en perjuicio de los valores protegidos en el orden constitucional», el órgano electoral estará obligado a analizar la situación concreta (§ 328).

Al respecto, hay dos cuestiones que resultan llamativas. En primer lugar, es difícil entender a qué se refiere el tribunal cuando establece que el carácter libre, cierto y espontáneo de la manifestación de pertenencia debe ser «evidente». Dado que ninguno de los referidos requisitos se puede inferir de la sola manifestación de pertenencia —es decir, no es como que sean ostensibles— lo que parece sensato concluir es que el tribunal asume que tales requisitos se deben presumir satisfechos, salvo que existan elementos claros, unívocos e irrefutables de que la manifestación se suscribió con la finalidad de obtener un beneficio indebido, en perjuicio de los valores protegidos en el orden constitucional.

Dejando al margen el debate sobre las presunciones y sus implicaciones en materia de prueba 34, demos por sentado que la decisión de establecer una presunción al respecto, cuando menos, abre la posibilidad a que las partes puedan aportar medios de prueba con el objeto de derrotarla. Sin embargo, este no parece ser el caso. Inmediatamente después de la consideración a que he hecho referencia, el tribunal dispuso que la autoridad únicamente podrá tomar en cuenta los elementos de los que dispone en el caso actual, sin que exista la posibilidad de imponer cargas a las personas interesadas y mucho menos generar actos de molestia que pudiesen resultar discriminatorios (§ 328).

Lo anterior resulta desconcertante al menos por dos razones. En primer lugar, implica una limitación probatoria adicional que no podría encontrar justificación en las razones que dio el tribunal para adoptar las reglas probatorias analizadas en el apartado anterior, pues se supone, siguiendo su postura, que el contexto nada tiene que ver con cuestionar la identidad de género, si no ¿cómo podría el propio tribunal haberse basado en este para resolver la controversia? En segundo lugar, si las partes no pueden aportar prácticamente ningún otro medio de prueba más allá de la manifestación de pertenencia, asumo entonces que debe ser la autoridad resolutora quien directamente se allegue de tal información. Si esto es así, parece entonces que las partes no podrán saber cuáles fueron los elementos con los que contó para pronunciarse sobre los hechos hasta el dictado de la sentencia. Esto, sin duda, implicaría vulnerar el principio de contradicción, que es el tercer aspecto que me parece discutible.

Ahora, es cierto que un efecto como el anterior se podría solventar si la autoridad, en el momento procesal oportuno, diera vista a las partes para que conocieran cómo está integrado el conjunto de medios de prueba que eventualmente tomará en consideración como parte del contexto. Esto, en el mejor de los casos, permitiría que las partes estuvieran en condiciones de controlar dichos medios de prueba, es decir, de intervenir, discutir y eventualmente deducir otras pruebas antes de que se tome la decisión sobre los hechos. No obstante, es difícil saber si esto es posible. Primero, porque la sentencia nada dice al respecto y, segundo, porque, dadas las múltiples limitaciones probatorias que adoptó el tribunal, se desconoce si las partes efectivamente tendrían la posibilidad de ejercer tales facultades.

En suma, considero que el criterio adoptado por el voto mayoritario, aunque intenta encontrar una alternativa para atajar las distintas aristas de un caso tan complejo como este, tiene aspectos especialmente problemáticos que hacen dudar acerca de si realmente es necesario pagar costes tan altos o si, por el contrario, sería mejor abrir a debate la cuestión sobre la posibilidad de someter a prueba la identidad de género.

3. CONCLUSIONES

Más allá de cualquier conclusión particular a la que se pueda llegar a partir de los argumentos que he intentado formular a lo largo del texto, hay un aspecto más general que se evidencia con un caso como el que se analiza. Me refiero a la facilidad de caer en el error de considerar que solo existen dos alternativas posibles: o prohibimos en aras de proteger a un grupo en condición de vulnerabilidad, como es el de las personas de la diversidad sexual, o permitimos que el proceso judicial se convierta en un espacio propicio para estigmatizar y dar cabida a actos de discriminación. Sin embargo, ¿esto es realmente así o, más bien, estamos frente a un falso dilema?

Lo que parece dejar al descubierto este caso es que tal vez repute mayor beneficio aceptar que, hoy por hoy, desafortunadamente existen cada vez más casos de personas que hacen un uso indebido de la posibilidad de identificarse con un género distinto a aquel que les fue asignado al nacer, y que dejar impunes esos casos termina por trivializar la experiencia de las personas trans.

No se puede negar que los casos en que se cuestiona la identidad de género de una persona son complejos. Tampoco se puede obviar que el riesgo de caer en visiones estereotipadas sobre el género y en determinaciones que pudiesen redundar en actos de discriminación es alto. Sin embargo, sacrificar en un grado importante el objetivo de averiguación de la verdad en el proceso judicial parece ser una decisión que evade el problema. En ese sentido, es imprescindible abrir el debate, a todos los niveles, para refinar las ideas y, sobre esa base, empezar a desarrollar alternativas capaces de hacer frente a los retos que supone tomar en serio la diversidad.

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* Trabajo realizado en con el apoyo del Proyecto PID2020-114765GB-I00, financiado por MCIN/ AEI /10.13039/501100011033

1 El principio de paridad fue incorporado en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos mediante la reforma constitucional publicada el 10 de febrero de 2014. Esta reforma derivó, a su vez, en nuevas leyes electorales que introdujeron la obligación de cumplir con la paridad a distintos niveles. Desde entonces, se han suscitado una multiplicidad de controversias judiciales que han dado lugar a diversos criterios relacionados con la forma en que se materializa este principio, más allá de lo que se previó en un inicio en la legislación federal.

2 En línea con lo establecido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) en la Opinión Consultiva 24 (2017, § 31 y 32), en lo consecutivo utilizaré el término «trans» para hacer referencia a las diferentes variantes de la identidad de género, cuyo denominador común es la no conformidad entre el sexo asignado al nacer y la identidad de género tradicionalmente asignada a este.

3 Los hechos que se narran a continuación son los que constituyen los antecedentes de la sentencia que se analiza, relativa al expediente SUP-JDC-304/2018 y acumulados, resuelto por la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (§ 1-26, 49-62, 87-88, 102-119). En adelante, toda referencia a los fragmentos específicos de este fallo se hará especificando únicamente los párrafos de los que se extraiga información relevante.

4 Tal como se describe en la sentencia (§ 265), las personas muxes son indígenas zapotecas, originarias del estado de Oaxaca —específicamente de la región del Itsmo de Tehuantepec—, a quienes al nacer les fue asignado el sexo hombre, pero que adoptan la vestimenta y los papeles tradicionales de las mujeres. Como tal, las muxes constituyen un tercer género. Algunas se identifican plenamente como mujeres y otras recurren ocasionalmente al atuendo femenino, en función de festividades especiales.

5 En México, la citada disposición constituye el primer antecedente en el que una autoridad electoral incorporó dentro del principio de paridad de género tanto a las mujeres y hombres cisgénero como a las personas que se identifican con alguna de las diferentes variantes de la identidad de género incluidas en el término «trans». Es cierto que con anterioridad se habían judicializado casos relativos al impacto de la falta de reconocimiento de la identidad en el ejercicio del derecho a votar y a ser electa, así como al cambio de nombre y rectificación de sexo en el acta de nacimiento (véase el SFD-JDC-263/2015, SG-JDC-270/2016 y el amparo directo 6/2008, resueltos por la Sala Regional Distrito Federal, la Sala Regional Guadalajara y el Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, respectivamente). Asimismo, para el momento en que se suscitó la controversia que interesa, el Instituto Nacional Electoral había emitido un protocolo para garantizar a las personas trans el ejercicio del voto en igualdad de condiciones y sin discriminación. No obstante, a pesar de que la cuestión relativa a la identidad de género había sido objeto de análisis, nunca antes se había planteado lo relativo al alcance del principio de paridad de género en los términos citados.

6 Las denunciantes sostuvieron que era razonable dudar de la supuesta autoidentificación, fundamentalmente por dos razones. Primero, porque existía evidencia de que las personas involucradas se habían ostentado a lo largo de su vida de forma pública y notoria como hombres, pudiéndose corroborar que, incluso, había quienes en el periodo inmediato anterior habían ejercido un cargo público como hombres y ahora pretendían reelegirse como supuestas mujeres trans. Segundo, porque estaba acreditado que la presunta autoidentificación había sobrevenido únicamente a causa del requerimiento de la autoridad electoral local para que se diera cumplimiento a las reglas de paridad.

7 La determinación adoptada por el Instituto Electoral local en el procedimiento especial sancionador fue impugnada por siete de los diecisiete candidatos denunciados y tres de los partidos políticos que los postularon. Por su parte, el acuerdo de aprobación de candidaturas fue controvertido por dos mujeres indígenas, quienes argumentaron tener interés legítimo para combatir el acuerdo de referencia, dado que su pretensión última era la de maximizar los derechos político-electorales de las mujeres, a través del cumplimiento irrestricto al principio de paridad. Si bien hubo un conjunto adicional de impugnaciones, solo se reconoció la calidad de parte en el proceso a dichas personas e institutos políticos; los medios de impugnación restantes fueron sobreseídos.

8 Afirmar que la identidad de género es un hecho interno puede ser discutible. Con independencia de ello, en adelante asumiré que es así, primero, porque la discusión acerca de este punto trasciende por mucho los objetivos de este texto y, segundo, porque esa noción va en línea con la adoptada en el marco de protección de los derechos de las personas de la diversidad sexual, que concibe la identidad de género como la vivencia interna e individual del género tal como cada persona la siente profundamente (Corte IDH, Opinión Consultiva 24/2017, § 32, inciso h); Principios de Yogyakarta: 6, nota al pie 2; Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 2015, § 20; 2018, § 77). Una concepción que, además, es la que asume la Sala Superior en la sentencia que se analiza (§ 259). Para una discusión más a fondo sobre la identidad de género, véase Butler, (2006, 2007); Cabrera, (2004); Stryker, (2017); Stryker y Whittle, (2006).

9 La decisión del tribunal de revocar la determinación adoptada en el procedimiento especial sancionador, así como de modificar el acuerdo de aprobación de candidaturas y cancelar quince de las diecisiete candidaturas impugnadas, fue aprobada por unanimidad de votos en todos sus puntos resolutivos, salvo en el punto Quinto, respecto del cual y de cuyas consideraciones se pronunció en contra el magistrado Reyes Rodríguez Mondragón, quien emitió un voto particular, al que me referiré como «voto minoritario».

10 Sobre el particular, los partidos políticos y candidatos que comparecieron como actores alegaron fundamentalmente lo siguiente: a) resulta indebido exigir pruebas para acreditar la identidad de género, toda vez que, de acuerdo con los lineamientos de paridad, la manifestación ante la autoridad electoral era el único requisito establecido para ello; b) obligar a las personas a comprobar la veracidad de la referida manifestación constituye una carga discriminatoria, y c) la exigencia relativa a un modo específico de vestir o comportarse, así como de presentar ciertas características físicas, médicas o biológicas redunda en la vulneración al derecho al libre desarrollo de la personalidad, además de excluir a quienes optan por reservar tal aspecto al ámbito de su vida privada (§ 130-135).

Desde una postura contraria, las dos mujeres indígenas que alegaron la actualización de un posible fraude al principio de paridad formularon, en esencia, los siguientes argumentos: 1) la identidad de género no solo se encuentra inmersa en el ámbito interno, sino también en el externo, en donde lo público representa un aspecto medular (el marco social constituye el punto de referencia a partir del cual las personas se identifican como hombre o mujer y, a su vez, es el espacio en el que cada persona afirma, para sí y para el resto, cómo se concibe internamente); 2) más allá de la supuesta autoidentificación, no se cuenta con ningún otro elemento objetivo que permita asociar a los candidatos denunciados con el género mujer; por el contrario, existe evidencia de que son personas que públicamente se ostentan como hombres y que, además, pretenden contender sin que se haga pública su supuesta identidad trans, y 3) la autoridad responsable falló en su obligación de hacer efectiva la participación plena de las mujeres, primero, por haber aprobado los registros sin que hubiese un solo dato objetivo de que los candidatos denunciados en efecto se identifican como mujeres trans y, segundo, por haber pasado por alto que la manifestación sobre su identidad de género resulta dudosa, dadas las condiciones en que se suscribió (§ 218-223).

11 El tribunal tomó en consideración las constancias siguientes: 1) la publicación de los lineamientos de paridad de género aprobados por el Instituto Electoral local; 2) las solicitudes de registro presentadas inicialmente por los partidos políticos, en las que consta que quince de los diecisiete candidatos denunciados habían pedido ser registrados como hombres; 3) la notificación de las prevenciones hechas por la autoridad electoral local a los partidos políticos para que ajustaran sus candidaturas, a efecto de dar cumplimiento a las reglas de paridad de género; 4) las modificaciones hechas por los partidos políticos, dentro de las cuales constan los escritos de los quince candidatos referidos, donde manifiestan identificarse como mujeres trans, y 5) el acuerdo de aprobación del registro de candidaturas (§ 340-450).

12 Para una aproximación a las tesis que constiuyen el núcelo de esta concepción y se comparten en el contexto angloamericano y continental, véase Accatino (2019). Para una reconstrucción en el ámbito anglosajón, véase Anderson et al. (2015, cap. 3).

13 Lo relativo al papel de la verdad en el proceso judicial es una discusión que sigue abierta (para una exposición exhaustiva de las distintas posturas, véase Ferrer Beltrán [2005; 2007]; Taruffo [2002b]). Tal como apunta Dei Vecchi (2020, p. 25-29), quienes defienden explícitamente la tesis según la cual el proceso judicial tiene como finalidad la averiguación de la verdad, suelen apelar a consideraciones de carácter normativo de distinto tipo. Por un lado, señala, están quienes se basan en intuiciones morales de carácter más general. La idea que subyace a esta postura es que el derecho devendría en un sistema moralmente reprochable si se admitiera la posibilidad de imponer una sanción o consecuencia jurídica a una persona sin que se hubiese corroborado o habiendo desatendido por completo si efectivamente llevó a cabo la acción por la que se le sanciona (para un argumento en esta línea, véase Ferrajoli (1995, p. 36-38, 42-44, 67-69). Por otro lado, destaca dicho autor, están quienes apelan, ya no a consideraciones normativas de carácter moral, sino de carácter prudencial. Desde esta óptica, prescindir de garantizar que las premisas fácticas de las decisiones judiciales sean en la medida de lo posible verdaderas, implicaría que el proceso se tornase inadecuado para cumplir con su función más básica: guiar la conducta de las personas. El argumento central es que las normas que prevén la imposición de una sanción ante la ejecución de una acción de cierto tipo solo tendrán eficacia motivacional (solo serán consideradas por las personas como una razón prudencial para abstenerse de ejecutar la acción de que se trata), si 1) la aplicación de la sanción en cada caso es consecuencia, cuando menos probable, de que la acción efectivamente se llevó a cabo y 2) las personas creen que la eventual imposición de una sanción se debe a que quedó probado que se ejecutó la acción específica (en ese sentido, véase Ferrer Beltrán [2005; 2007; 2011]; Dei Vecchi [2020, p. 15-29]).

En contraposición a lo anterior, pueden identificarse dos corrientes principales. En primer lugar, están quienes niegan que la verdad tenga alguna relevancia en el proceso judicial, ya sea porque consideran que no es posible alcanzarla (en términos generales o concretamente en el proceso, por razones prácticas) o porque asumen que el proceso no debe encauzarse a ese fin por no ser un valor importante. Taruffo (2002b, p. 27-48) denomina las tesis del primer tipo tesis acerca de «la imposibilidad teórica» y «la imposibilidad práctica» y las del segundo tipo tesis sobre «la imposibilidad ideológica». En segundo lugar, están quienes más allá de negar que la verdad juegue algún papel en el proceso judicial, simplemente la consideran irrelevante, es decir, no se preguntan en absoluto si el proceso puede o debe estar orientado hacia la búsqueda de la verdad (Taruffo, 2002b, p. 48-56).

14 Para una defensa sobre la pertinencia de la concepción correspondentista de la verdad en el contexto procesal, véase Gascón (2010, p. 50-67); Taruffo (2002a, p. 39-41); Tuzet (2021, p. 75-96). De acuerdo con esta concepción, siguiendo a González Lagier (2022b, p. 20), decir que un enunciado o una afirmación es verdadera, quiere decir que aquello que tal afirmación describe ha ocurrido en la realidad. De ahí que, en estricto sentido, la verdad sea una relación de correspondencia o conformidad entre el lenguaje (entre un enunciado o proposición acerca de un hecho) y el mundo (la realidad o el hecho en sí).

Esta distinción entre hecho y enunciado fáctico lleva implícita una asunción adicional: aquello que se prueba en el proceso judicial no son hechos, sino enunciados o proposiciones sobre los hechos (Andrés Ibáñez [1998, p. 398]; Dei Vecchi [2020, p. 50]; Ferrer Beltrán [2005, p. 49]; Gascón [2010, p. 49-50, 69, 76-77]; Taruffo [2002b, p. 117-119]). Las proposiciones, en palabras de Dei Vecchi (2020, p. 50), «son las genuinas portadoras del valor de verdad. Una proposición es verdadera siempre que las cosas a que refiere sean o hayan sido tal como se asevera que fueron y es falsa en caso contrario». Por consiguiente, sostiene, solo pueden probarse las proposiciones, puesto que solo estas son susceptibles de verdad o falsedad.

En efecto, predicar la verdad o falsedad de un hecho carece de sentido: los hechos no son ni verdaderos ni falsos, los hechos simplemente suceden o no suceden (son o no son). Lo que es verdadero o falso son los enunciados acerca de los hechos (las proposiciones). De ahí que los hechos tengan una existencia independiente de los enunciados que pretenden describirlos: «los enunciados fácticos proporcionan información sobre los hechos, no los constituyen» (Gascón, 2010, p. 60).

15 Para una reconstrucción sobre la discusión acerca de la relación entre prueba y verdad, véase Ferrer Beltrán (2005, cap. II).

16 A este respecto, Ferrer Beltrán parece sostener una posición más fuerte, por lo menos en lo que al momento de la valoración de la prueba se refiere. De acuerdo con su postura, en ese momento de la actividad probatoria —a diferencia de los dos restantes— reina sin competencia el valor de búsqueda de la verdad (2007, p. 47). Su argumento central es que las especificidades jurídicas, producto de las reglas jurídicas sobre la prueba, «se producen en el primer y, en menor medida, en el tercer momento. El segundo, en cambio, si opera el principio de la libre valoración de la prueba, carece por definición de especificidades jurídicas. Por ello, al momento de la valoración de la prueba le serán de aplicación sin más las teorías generales sobre la prueba urdidas en la epistemología general» (p. 67-68).

17 Esta cuestión no ha sido menor en las discusiones sobre la prueba en el contexto jurídico. Lo relacionado con el carácter reglado de la actividad probatoria constituye uno de los argumentos principales a partir de los cuales se ha cuestionado la pertinencia de estudiar la prueba jurídica a través de la noción general de prueba, propia de la epistemología general. De acuerdo con Taruffo (2002b, p. 343-346), es posible advertir dos grandes concepciones al respecto. La concepción que él denomina «cerrada» defiende la idea de que la prueba jurídica, por su especificidad, constituye un fenómeno peculiar y típico que carece de correspondencia y analogía con las nociones que se pueden encontrar en otros sectores de la experiencia. Esto conduce a afirmar que todo concepto relativo a la prueba jurídica debe permanecer rigurosamente dentro del contexto jurídico-procesal, excluyendo la utilización de nociones o modelos de análisis provenientes de otros campos. En contraposición, la concepción «abierta» parte de la base de que, dado que la prueba en sentido general y también en sentido jurídico es todo aquello que resulta útil para la determinación de un hecho, es posible y adecuado emplear nociones, conceptos y modelos de análisis provenientes de otros sectores de la experiencia como la ciencia, aquellos que derivan del sentido común o aquellos relativos a la racionalidad general. Sobre esa base, se sostiene que la definición de la prueba y de los conceptos correlacionados se sitúa más bien en una perspectiva epistemológica que en una dimensión exclusivamente jurídica. Sobre esta discusión, véase también Ferrer Beltrán (2007, p. 23 ss.); Twining (1990).

18 Esta afirmación presupone, por supuesto, que asumo que la prueba jurídica, a pesar de sus especificidades, puede analizarse desde una perspectiva epistemológica.

19 Es cierto que también se le podría considerar una regla, digamos, «compuesta», pero para mayor claridad optaré por fragmentarla. Lo que no debe perderse de vista es que todas resultan complementarias entre sí. Asimismo, es importante notar que, en términos generales, dicha regla podría ser calificada como una presunción de carácter absoluto. Es posible entenderla de esta manera, si se toma en consideración que, de acuerdo con lo que dispone, el objeto de prueba (la identidad de género que una persona afirma tener) debe considerarse totalmente probado (presunción), a partir de la manifestación de la persona en cuestión (hecho base), siempre que esta sea libre, cierta y espontánea (calificación del hecho base). Acreditar lo anterior, zanja por completo cualquier debate ulterior, pues, en línea con lo que establece, está prohibido cuestionar o solicitar prueba alguna sobre la identidad de género, más allá de la manifestación de pertenencia. Agradezco a Diego Dei Vecchi por la discusión a propósito de este punto, sobre el cual ahondaré un poco más en el apartado final.

20 En adelante utilizaré ciertas distinciones que vale la pena precisar desde ahora. Tomaré como base la propuesta delineada por Dei Vecchi (2020, p. 50-52) de utilizar con un sentido específico las expresiones «medio de prueba», «elemento de prueba» o «indicio» y «objeto de prueba». Así, entenderé por medio de prueba la técnica por medio de la cual se introducen ciertos datos al proceso (por ejemplo, una prueba documental, una pericial, una testimonial, etc.). Por su parte, me referiré como elemento de prueba o indicio al contenido informativo que se extrae de un medio de prueba, el cual, en sí mismo, constituye una proposición acerca de un hecho (por ejemplo, en el caso de un testimonio, funge como elemento de prueba o indicio toda aquella información que se extrae acerca de los hechos sobre los que versa el propio testimonio). Finalmente, entenderé como objeto de prueba la proposición expresada por la premisa fáctica de la decisión. Sobre esa base, un elemento de prueba —en tanto proposición— constituirá una razón epistémica, siempre que pueda utilizarse en favor de otra proposición, más concretamente, siempre que sirva como una consideración que hace más probablemente verdadero el objeto de prueba. Esto último es importante, pues debe recordarse que las relaciones de carácter justificativo solo pueden darse entre entidades con contenido proposicional y no entre hechos aislados o entre estos y proposiciones o creencias. Para profundizar sobre la justificación epistémica y la prueba jurídica, véase Dei Vecchi (2020, cap. I).

21 Asumir que la regla que se analiza tiene el efecto de empobrecer el conjunto de pruebas, por supuesto presupone que existen otros medios de prueba capaces de aportar información sobre la identidad de género de una persona. Si bien esto se puede discutir, por ahora daré por sentado que es así, dado que este espacio resulta insuficiente para profundizar en esta cuestión. Aun así, me aventuro a decir que, al menos a priori, es posible pensar en otros medios de prueba capaces de aportar datos sobre la identidad de género de una persona: el testimonio de personas de su entorno, sus documentos oficiales, en caso de haber sido modificados (algo que el propio tribunal apunta), evidencias sobre cómo se asume públicamente (en redes sociales, por ejemplo), por mencionar algunos. Esto no excluye, por supuesto, que existan casos en los que la persona ostenta públicamente un género distinto a aquel con el que realmente se identifica. Estos, claramente, serán los casos difíciles. Aun así, que existan casos difíciles no excluye la posibilidad de que se abra el debate respecto a cómo probar la identidad de género cuando esta constituye el objeto de la controversia judicial.

22 Se puede decir que el sacrificio es parcial y no total, dado que la imposición de la regla no implica que sea imposible alcanzar una determinación verdadera de los hechos, sino que simplemente conlleva, como afirma Ferrer Beltrán (2007, p. 78), que las probabilidades de que ello ocurra, dado que el conjunto de pruebas es más pobre, serán más bajas.

23 En adelante, prescindiré de discutir sobre el alcance de tales derechos y libertades y simplemente me centraré en analizar si, tal como los concibe el tribunal, estos se pueden ver vulnerados con la posibilidad de someter a prueba la identidad de género y si, por ende, está justificado sacrificar el objetivo de búsqueda de la verdad en aras de protegerlos.

24 Sobre la distinción entre esterotipos descriptivos y normativos, véase Arena (2016; 2019; 2022a, cap. 3); Schauer (2003; 2022, cap. VII). Para una crítica a la visión cognoscitivista de los estereotipos, véase Ghidoni y Morondo (2021); Ghidoni (2022, cap. VIII).

25 Es cierto que, además de lo que he mencionado hasta ahora, existe un argumento adicional vinculado con la restricción al derecho a la vida privada y a la intimidad, que bien podría hacerse valer para justificar las limitaciones probatorias impuestas por el tribunal. Me refiero a considerar que la necesidad de circunscribir la acreditación de la identidad de género a la sola manifestación de pertenencia podría tener por objeto evitar que se ventilen aspectos de la vida privada que pudiesen lesionar de modo inadmisible a las personas involucradas (agradezco a Diego Dei Vecchi por hacerme notar este aspecto). No obstante, me limitaré simplemente a anunciar este punto sin profundizar demasiado al respecto, en primer lugar, porque se trata de una cuestión que no fue tratada por el tribunal y, en segundo lugar, porque tal argumento no necesariamente conlleva considerar justificada la referida limitación probaroria. En efecto, existen distintas cuestiones que se pueden analizar sobre el particular, empezando por traer a colación el criterio que la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación mexicana ha sostenido en distintos precedentes (véase, por ejemplo, el amparo directo en revisión 2044/2008 y los amparos directos 6/2009, 28/2010 y 3/2011), en el cual ha establecido que la regla según la cual las personas que desempeñan o han desempeñado responsabilidades públicas, así como aquellas que se postulan como candidatas para desempeñarlas, tienen un derecho a la intimidad y al honor con menos resistencia normativa general que el que asiste a los ciudadanos y ciudadanas ordinarias. De acuerdo con el Alto Tribunal, esto atiende a motivos estrictamente ligados al tipo de actividad que han decidido desempeñar, que exige un escrutinio público intenso de sus actividades, lo cual conlleva, por ejemplo, la difusión de datos que, pudiendo calificarse como privados desde ciertas perspectivas, guardan clara conexión con aspectos que es deseable que la ciudadanía conozca para estar en condiciones de juzgar adecuadamente la actuación de quienes adquieren el carácter de figuras públicas por el cargo que desempeñan o que pretenden desempeñar.

Refiero lo anterior solo a efecto de evidenciar que la cuestión respectiva estaría igualmente sujeta a debate. Un debate que excede los objetivos de este texto, pero que al menos vale la pena anotar.

26 Opto por entenderlo de esta manera, pues, de lo contrario, directamente se podría concluir que las reglas adoptadas no están justificadas, puesto que la incorporación al proceso de medios de prueba distintos a la sola manifestación de pertenencia no parece restringir los derechos a que refiere el tribunal, en la medida en que ello no implica que se esté asumiendo, de manera implícita, que existen formas correctas o incorrectas de expresar la identidad de género.

27 Hay una cuestión adicional respecto a la utilización de estereotipos de género en este tipo de casos que no me es posible abordar aquí, pero sobre la que parece indispensable reflexionar y que me gustaría destacar. En años recientes ha tomado fuerza la idea de que los estereotipos tienen un cierto aporte cognitivo y, por ende, cumplen importantes funciones —no siempre perniciosas— tanto a nivel individual como colectivo (véase, Campbell [1967]; Brown [2010]; Tajfel [1969]; Schauer [2003]). Esto ha permitido abrir el debate respecto a si sería dable utilizar cierto tipo de estereotipos en el razonamiento judicial, bajo determinados criterios y con ciertas limitaciones (véase, particularmente, Arena [2016; 2019; 2022b, cap. VI]). La discusión sobre este punto podría resultar especialmente relevante para los casos en que se somete a prueba la identidad de género, toda vez que, si tomamos en cuenta que la autopercepción como hombres o mujeres está estrechamente vinculada con el imaginario socialmente construido en torno al género, parecería que tendríamos que preguntarnos si en estos casos invariablemente habremos de recurrir a ciertos estereotipos vigentes en el contexto dentro del cual se enmarca la controversia judicial. Afirmo que existe un vínculo entre la identidad y la forma en que culturalmente está construido el género, pues —al menos intuitivamente— parece claro que no podemos identificarnos con algo si no tenemos al menos un referente mínimo de ese algo, es decir, no podemos identificarnos en un vacío. Admitir lo contrario, particularmente en el tema de la identidad de género, entraría en conflicto con la premisa de que el género no es biológico, sino socialmente construido.

28 Aunado a lo anterior, esta alternativa iría en la línea de lo que implica, en el caso mexicano, la obligación de juzgar con perspectiva de género, la cual incluye expresamente la obligación de desechar cualquier estereotipo de género al momento de analizar los hechos y las pruebas del caso. Sobre los alcances de esta obligación, que, además, es de observancia para todas las autoridades jurisdiccionales del país, véase el Suprema Corte de Justicia de la Nación (2020). Asimismo, sobre la obligación que tienen las autoridades al resolver casos en los que se ve involucrada, entre otras cuestiones, la identidad y expresión de género, véase Suprema Corte de Justicia de la Nación (2022).

29 Esta visión es la que sostiene, en esencia, la denominada «teoría anti-estereotipos». Para profundizar al respecto, véase Arena (2022a, cap. 1); Cook y Cusack (2010); Franklyn (2010); Timmer (2011).

30 Discutir al respecto parece cada vez más urgente, pues, desafortunadamente, el caso de México no es excepcional. Recientemente, por ejemplo, en Ecuador un hombre solicitó el cambio de sus documentos oficiales para hacer constar que se identifica con el género mujer con la única finalidad, según declaró ante un medio de comunicación, de obtener la custodia de sus dos hijas. En Suiza, un hombre pidió igualmente el cambio de sus documentos oficiales, al parecer, con el objetivo de acceder a la jubilación a los 64 años (como sucede con las mujeres) y no a los 65 (como se requiere para los hombres). Un caso similar se suscitó en Argentina. Estos ejemplos ponen en evidencia que los órganos jurisdiccionales tarde o temprano tendrán que enfrentarse a controversias en las que lo que se cuestiona abiertamente es la identidad de género que una persona afirma tener. Evadir la responsabilidad de pensar con mayor seriedad cómo hacer frente a los problemas probatorios que suponen estos casos, abona a seguir trivializando la experiencia de quienes, en efecto, tienen una identidad que no se corresponde con el sexo que les fue asignado al nacer.

31 Taruffo (citado por Ferrer Beltrán [2007, p. 55]) destaca algo parecido, aunque pronunciándose sobre el derecho a la prueba, cuando advierte que «la limitación de los medios de prueba admisibles puede conllevar un impedimento absoluto para la parte procesal de probar los hechos en los que funda su pretensión cuando las únicas pruebas de que dispone son precisamente del tipo que legalmente no se considera admisible».

32 Agradezco a Edgar Aguilera por hacerme notar este punto.

33 Por ejemplo, quienes suscriben la postura antiestereotipos, consideran que las personas impartidoras de justicia deben asumir en sus sentencias un rol pedagógico, esto es, que deben preocuparse por incidir también en la esfera social, promoviendo cambios en los modos estereotipados de hablar, pensar y percibir a las demás (Arena, 2002b, p. 87). Esto, a su parecer, es la estrategia más eficiente para lograr que se erradiquen paulatinamente todos aquellos estereotipos depositarios de las significaciones culturales que permiten consolidar los esquemas de desigualdad basados en criterios de identidad como el género, la discapacidad, el origen nacional, la orientación sexual, etcétera.

34 Para una introducción a estos debates, véase, Dei Vecchi (2020, cap. III); Gascón (2010, p. 123-140); Tuzet (2021, cap. XIV).